19 de marzo de 2018

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Aelgre
2Sa 7,4-5.12-14.16; Sal 88; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

Hace un tiempo contemplé un lienzo que representaba a san José sentado en una silla baja junto a un peldaño sobre el cual estaba representado Jesús de unos 8 años. Me llamó la atención la actitud de san José reclinado hacia Jesús, pero sobre todo su mirada que levantaba hasta encontrar la de Jesús que aparecía con los ojos entornados mirando a san Jose. Un cruce de miradas sencillas pero profundas, cargadas de un profundo sentimiento de estimación, diría de ternura.

Y esta contemplación me llevó a recordar un pensamiento de san Gregorio Magno que afirma que la Palabra de Dios cuando la acogemos en nuestro corazón y nuestra vida crece. Es curioso: el nombre de «José» viene a significar: «que crece», «que va en aumento». Igual se inspiro san Gregorio en la figura de san José al afirmar que la Palabra de Dios crece al acogerla en nosotros.

En un primer momento parece que su figura no crece, sino que incluso desaparece, del Evangelio, pasados estos primeros años de la vida de Jesús. Será a partir del siglo XI cuando empieza a popularizarse su devoción, y nos hablarán de él santa Gertrudis, santo Tomás de Aquino y san Bernardo, san Vicente Ferrer, entre otros. San Bernardo nos dice en unas palabras llenas de ternura: «Pienso que san José sonrió a Jesús más de una vez teniéndolo sobre sus rodillas». Unas palabras que están en la línea de ese lienzo del que he hablado antes.

Pero todavía nos dice otras palabras interesantes: José entronca realmente con la estirpe de David, en línea con lo que hemos escuchado en la primera lectura sobre el rey David. Y escribe: «Sí; es hijo de David plenamente, pues no deshonró a su padre. En todo hijo de David, según la carne, pero también por su fe, en la línea de Abraham, por su santidad y por su entrega. Es decir, que el Señor, como a otro David, lo vio según su corazón y le confió con toda garantía el secreto y sacratísimo misterio de su propio corazón. Le hizo confidente del misterio ignorado por los grandes del mundo».

A este perfil de belleza espiritual trazado por san Bernardo podríamos añadir nuevos rasgos del Papa Francisco que aumentan ese perfil de san José: «Es el hombre escondido, el hombre del silencio, el hombre que hace de padre adoptivo y que tiene en ese momento la autoridad más grande sin mostrarla, o hacerla ver; un hombre que podía decir tantas cosas y, si embargo, no habla, que podía mandar pero en realidad obedece; un guardián de las debilidades que se convierten firmes en la fe; es el hombre de la ternura más entrañable».

Contemplando este perfil de san José será lógico que a partir de esos siglos XI, XII y siguientes su figura tenga un despegue fuerte en la vida de la Iglesia. El Papa Sixto IV lo introduce en el Calendario Romano, y su fiesta que será definitivamente instituida por el papa Gregorio XV.

Yo destacaría tres rasgos importantes para nuestra vida de fe:

Es el hombre capaz de soñar, de acoger y custodiar y de llevar adelante el sueño de Dios para el hombre.

Soñar, acoger, custodiar, llevar adelante el sueño de Dios, su obra o su proyecto de amor

Son unas actitudes que deberíamos hacer nuestras: no dormir, no tener sueños, que dice Unamuno, sino soñar que es propio de un espíritu joven y abierto a la fuerza y la aventura de la vida con sentido; acoger y custodiar el misterio de Dios, que es también el misterio del hombre, pues la obra de Dios es una obra de amor como dice el salmista, pero para el hombre, para que éste viva con plenitud su vida.

A nosotros nos importa «crecer» en la vida espiritual. Pues vivir ese espíritu de san José nos exige crecer en la vida espiritual. Llevar el evangelio a las profundidades de nuestro ser, a las fuentes de nuestra afectividad, a las raíces mismas del inconsciente, o de lo contrario nuestro amor a Dios será cerebral, no crecerá, y nuestra personalidad no llegará a unificarse en Cristo. O crecemos espiritualmente o nos quedamos viviendo en un divorcio interior. Y ya veis que el divorcio está de actualidad o de moda en nuestra sociedad. La cabeza estará en el Señor pero el corazón a otros amantes, a otros objetos, con la catástrofes que esto puede acarrear tanto en el plano psicológico como en el espiritual.

18 de marzo de 2018

DOMINGO V DE CUARESMA (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Jer 31, 31-34; Salm 50; Hebr 5,7-9; Jn 12,20-33

«Pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones. Todos me conocerán desde el más pequeño hasta el más grande». Así le habla Dios a Jeremías, así te habla Dios a ti.

Pero esta ley no la vemos escrita hoy con claridad en nuestros corazones. Quizás no percibas que domine ese conocimiento de Dios en tu vida, que se te ha revelado Dios como un Dios Amor. Pero si esta ley debe regir tu vida, la mía, la de todos los creyentes, e incluso la vida de todos los seres humanos, parece que es obligado preguntarnos en qué consiste esta ley del amor. ¿En qué consiste el amor?

«El amor —nos dice el libro del Amigo y del Amado— es una mar revuelta de olas y vientos, sin puertas ni orillas, y donde acaban los sufrimientos y comienza la felicidad».

Lo cual viene a decirnos, claramente que no hay auténtico amor sin muerte. No resulta nada fácil lanzarse a una mar revuelta de olas y vientos… La experiencia auténtica y profunda del amor no se da sin una experiencia de muerte. Todo lo que no sea lanzarse a esa mar revuelta será una mala copia de amor. ¡Como si te lavaras los pies en un riachuelo!

El amor debe llevarnos hasta la posibilidad de morir, de vivir el amor hasta el extremo, que es lo que contemplamos en Cristo. Cristo nos lo sugiere también en el evangelio de hoy: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado; si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto».

Y este servicio de Cristo tuvo un precio fuerte como sugiere la Epístola a los Hebreos: «Se dirigió a Dios en su vida mortal, que podía salvarlo de la muerte, suplicando con gritos y lágrimas. Dios lo escuchó por su sumisión».
En la cruz, Dios se interna en la muerte, lo totalmente opuesto a él que es la vida, a fin de derrotar así a la muerte, por medio del amor hasta el extremo.

«Importa —dice santa Isabel de la Trinidad— que estudiemos este modelo a fin de identificarnos tan perfectamente con él, que logremos reproducirlo a cada instante a los ojos del Padre».

Cristo, nuestro Modelo, pasa dándose, dando el servicio concreto de su vida. Este es el gesto del amor, y en este Cristo debemos encontrar las fuerzas y el sentido para lanzarnos al mar revuelto…

Deberíamos tener muy presente que cuando uno se da, ama, se vacía de sí mismo, pero sigue siendo él mismo, más aún encuentra en el amor su propia realización. Pues al amor le es inherente unirse con el otro de modo que ninguno de los dos, ni el amante ni el amado sea absorbido por el otro, ni se agote en él. Solo en este darnos al otro llegamos a nuestra propia realización.

Pero nos cuesta llegar a comprender esta realidad. Quizás es que no llegamos a comprender y a vivir el verdadero dinamismo de la vida de la que nos habla Jesús en el evangelio: «los que la aman, la pierden, los que no la aman la guardan para la vida eterna».

Quizás se trata de llegar a comprender la verdadera y correcta relación entre la vida y el amor. Que viene a ser lo mismo que comprender la correcta relación entre la vida y la muerte.

En esto Benedicto XVI tiene unas palabras iluminadoras: «Solo cuando alguien valora el amor por encima de la vida a saber, sólo cuando alguien está dispuesto a someter la vida al amor, por el amor del amor, puede el amor ser más fuerte que la muerte y mayor que la muerte».

Pero quizás nos da respeto o miedo lanzarnos a este mar del amor, o que nuestro espíritu no está del todo despierto, o que necesita de ir dando pasos serios por este camino.

Dice un pensador: «Cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que de él mismo nos da por lo que descubrimos de nosotros mismos. Hay en nosotros cabos sueltos espirituales, rincones del alma, escondrijos y recovecos de la conciencia que yacen inactivos e inertes. Hay regiones de nuestro espíritu que sólo florecen y fructifican bajo la mirada del Espíritu que nos llega desde el Eterno».

Hoy, en esta Eucaristía este Espíritu Eterno te mira desde tu corazón y te dice: levántate y camina en la vida con sabiduría. La sabiduría del amor.