8 de abril de 2012

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

MISA DEL DÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 10, 14.37-43; Salm 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

Hoy celebramos la belleza de la Pascua de Resurrección. La belleza del nacimiento de una humanidad nueva. María Magdalena fue al sepulcro al amanecer. Es la belleza de un amanecer único. La esperanza de un amanecer para toda la humanidad.

Y casi a continuación todo es plural: corren dos hacia el sepulcro, Pedro y Juan. Pablo nos recuerda que «hemos resucitado en Cristo y que apareceremos con Él, todos juntos, en gloria». Posteriormente, cuando Pedro con los Once empieza a dar testimonio del Resucitado, habla en plural: «nosotros somos testigos de todo lo que hizo Jesús; nos encargó predicar».

A partir de este momento de la Resurrección de Jesús nace como un nuevo dinamismo en la vida de los discípulos de Jesús, que se nos muestra en las diversas apariciones que narran los evangelios. El acontecimiento de la Resurrección se impone, o se manifiesta, como una experiencia singular en una o varias personas que habían convivido con Jesús de Nazaret. Después de la sorpresa inicial nace el impulso de comunicarlo a los demás. Un impulso que nace del amor por el Resucitado y que provoca el sentimiento de una profunda alegría y fuerza interior. Con este «ir y venir» de los testigos se va creando como la base firme para la venida, sobre todo el grupo, del Espíritu Santo, artífice del nacimiento de la Iglesia, llamada a ser testigo del Resucitado.

Desde el momento de la Resurrección de Jesucristo, éste no tiene otro cuerpo que el de los cristianos, ni tiene otro amor que dar, que el amor que dan los cristianos.

Esto trae unas consecuencias concretas importantes para la vida de los creyentes y que nos sugieren las narraciones de los evangelios:

Por una parte, el Resucitado arranca de sus corazones el miedo y la turbación, y los inunda de paz y alegría: «La paz con vosotros», será el saludo habitual del Resucitado. Les infunde su aliento, abre las puertas y los envía al mundo: «Como el Padre me envió, así también os envío yo». Envía, nos envía, a comunicar al mundo su paz y su alegría.

Otra consecuencia muy importante en la vida de fe es que la vida del Resucitado es una fuente de paz, una paz que nace de saber que la vida es más fuerte que la muerte, y que el amor más fuerte que el pecado.

Nicolás Cabasilas, un laico místico del siglo XIV hablaba así de esta experiencia profunda de paz: «Vas por la calle y estás muy ocupado, pero de repente recuerdas que Dios existe, que Dios te ama, que Cristo está presente en lo profundo de tu ser, y así, poco a poco, tu corazón despierta».

Esto parece sugerirnos que una tarea primordial, necesaria, en nuestra existencia es despertar el corazón. Un despertar que se produce cuando hacemos trabajar el corazón en aquello que es más propio de él: el amor. El amor siempre nos lleva a una apertura creadora en el mundo, una apertura creadora a los demás, y con los demás, para construir unas relaciones nuevas, en un mundo viejo, crispado, nervioso… en sus mutuas relaciones.

De este trabajo del corazón es de donde puede nacer una humanidad nueva. Pero esto postula una conexión permanente con el Resucitado.

La Iglesia no es una institución fundada por Cristo en un momento determinado para seguir funcionando luego por sí misma. La Iglesia, la humanidad nueva, está en trance de nacer de modo permanente. Para ello es necesaria la sintonía permanente con el Espíritu de Cristo. Es el Espíritu de Cristo resucitado quien desde dentro la anima, la mueve, la impulsa y la crea incesantemente.

La belleza de la Pascua es este amor que da la vida. Que crea vida. Damos vida, creamos vida cuando la sentimos alimentada por el rumor de la fuente. Entonces somos capaces de crear relaciones nuevas, de construir humanidad nueva.

Esta lucha, esta tensión, o esta batalla es preciso iniciarla en el propio corazón, que es donde están en tensión, como en un campo de batalla las dos tendencias fundamentales: «el amor a la vida y el amor a la muerte».

Celebrar la belleza de la Pascua, es celebrar el nacimiento de una humanidad nueva. Este nacimiento empieza en el corazón de cada uno de nosotros, donde se plantea la batalla a favor de la vida.

El pensamiento de los muchos que sufren debe hacernos más sensibles al dolor de la humanidad, para apostar siempre en nuestra existencia por el amor a la vida, que es la verdadera esperanza de una humanidad nueva.