30 de diciembre de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA LA NAVIDAD
Domingo 1º de Navidad. La Sagrada Familia (Año C)

De las homilías de Orígenes (sobre el evangelio de Lucas, n. 18)
A la edad de doce años, Jesús se queda en Jerusalén. No sabiéndolo, sus padres lo buscan con inquietud y no lo encuentran. Buscan «entre sus parientes cercanos», buscan «entre sus compañeros de camino», buscan «entre sus conocidos», pero, entre toda aquella gente, no lo encuentran... Mi Jesús no quiere ser encontrado entre la muchedumbre.

Aprended pues dónde lo encontraron... para que vosotros también podáis encontrarlo: «a fuerza de buscarlo, lo encontraron en el Templo». No en cualquier lugar, sino «en el Templo», y no simplemente en el Templo, sino «en medio de los doctores a los que escuchaba y hacía preguntas». Vosotros también, buscad pues a Jesús en el templo de Dios, buscadlo en la Iglesia, buscadlo cerca de los maestros que están en este templo y que no salen de él. Si buscáis de ese modo, lo encontraréis...

Lo encontraron «sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas». Ahora todavía, Jesús está aquí; nos interroga y nos escucha. «Todos estaban admirados», dice Lucas. ¿Qué admiraban? No sus preguntas que sin embargo eran admirables, sino sus respuestas... «Moisés hablaba, dice la Escritura, y Dios le respondía». Así es como el Señor le enseñaba a Moisés lo que ignoraba. Unas veces Jesús interroga, y otras responde, y por muy admirables que sean sus preguntas, sus respuestas todavía son más admirables.

Para que nosotros también podamos oírlo y que nos plantee preguntas que él mismo resolverá, supliquémosle, hagamos un esfuerzo intenso y doloroso por buscarle, y podremos entonces encontrar lo que buscamos. Con razón dice la Escritura: «Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Hace falta en efecto que el que busca a Jesús no lo haga con negligencia y blandura, de forma intermitente, como lo hacen algunos... y que, por esta razón, no lo encuentran.  Nosotros, digamos: «Te buscábamos angustiados».

LA CARTA DEL ABAD

Querido Ramón:

Eres una persona de una gran fe en la fuerza de la familia, en su capacidad renovadora y en su sabiduría. No puede ser de otra manera, cuando llevas toda la vida trabajando, buscando iniciativas que contribuyan a poner de relieve esta importancia de la familia.

Todo esto subrayado cuando celebras tus 80 años rodeado de todos los miembros de tu familia. No es extraño en este contexto tu concluyente afirmación: «usted ya sabe que faltan sacerdotes, pero el sacerdocio matrimonial y familiar, en las manos de Dios puede cambiar el mundo».

Esta dimensión de consagración se dice de los simples laicos como leemos en 1Pe 2,9: «sois linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios, para publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa».

Pero uno tiene la impresión de nos falta en la vida eclesial un auténtico protagonismo de los laicos. Yo descubro que todavía es noticia que un laico asuma una responsabilidad pastoral importante en la Iglesia. Y no digamos ya, si el laico que asume esa responsabilidad eclesial es una mujer. Y si el laico, hombre o mujer no tiene la responsabilidad que le corresponde como miembro de la Iglesia, me pregunto cuál puede ser la de una familia cristiana.

Después de 50 años del Concilio Vaticano II no debería ser ya noticia. Debería haber un protagonismo de los laicos, y ya no digamos de la mujer, más allá de la noticia anecdótica en la prensa. Así, por ejemplo, en esta línea de la mujer leo uno de los mensajes de los Padres del Concilio a la humanidad:

«Las mujeres, sois la mitad de la inmensa familia humana… Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión la guardia del hogar,el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte. Nuestra técnica corre el peligro de convertirse en inhumana. Reconciliad a los hombres con la vida. Y sobre todo, velad, os lo suplicamos por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del hombre que en un momento de locura puede destruir la civilización humana… Vosotras que sabéis hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedicaos a hacer penetrar el espíritu de este Concilio en las instituciones, las escuelas, los hogares, en la vida de cada día. Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a quienes está confiada la vida en este momento tan grave de la historia, a vosotras toca salvar la paz del mundo».

Ramón, me cuesta creer que todas estas hermosas palabras hayan nacido con fuerza y generosidad de un corazón masculino. Sobre todo contemplando la evolución de la sociedad y de la Iglesia en los últimos 50 años. Creo que tienes razón al escribir: «La mujer, durante toda su vida y mayormente en el pasado, no ha sido respetada y amada como se merece. La mujer jugará un papel clave en la nueva familia humana y la forma en cómo sea amada y respetada será decisiva. El hombre tiene que comprender que la mujer no está ni detrás ni delante, sino que lo acompaña».

Hay una inquietud, preocupación, ansiedad… acerca del futuro de nuestra sociedad, a partir de los problemas que vivimos hoy. ¿Nueva sociedad? ¿nueva estructura familiar?... No lo sé, pero sí estoy convencido que el camino pasa por un correcto protagonismo de la mujer, y en una estructura familiar, muy problemática hoy día, a la altura de las circunstancias, no menos problemáticas e inciertas. Un abrazo,

+ P. Abad

25 de diciembre de 2012

NATIVIDAD DEL SEÑOR

MISA DEL DÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,7-10; Salm 97,1-6; Hebr 1,1-6; Jn 1,1-18

Escuchábamos estos días una enseñanza sobre el sagrario en una sesión de catequesis. «El sacerdote les decía a los niños: Aquí está Jesucristo, el que nació de la Virgen, el que anduvo sobre las aguas, el que multiplico los panes y los peces, el que resucitó a Lázaro, el que murió y resucitó al tercer día, el que está sentada a la derecha del Padre. Y todos se quedaron mirando sin acabar de creérselo. Hasta que al final uno levantó la mano y dijo: ¿de verdad, lo dices?, ¿lo dices de verdad, en serio? Le respondió el sacerdote: si, lo digo en serio. Y añadió el niño: ¿Y por qué no abrimos la caja?»

»Y recuerdo también una canción de cuando iba a la catequesis, que decía: la puerta del sagrario ¿quien la podrá abrir?».

Hay una idea piadosa de visitar el sagrario, de pasar un tiempo, se dice, haciendo compañía a Jesús, que está allí, se dice, solo y cada vez más olvidado, hablando de esta manera con una ingenua piedad, pero con muy poco conocimiento del Misterio de Dios, que es un misterio de comunión, de amor, Trinitario: «Yo y el Padre somos uno, yo hago lo que veo hacer al Padre». Jesús no está sólo.

Pero «la Palabra que existe desde siempre, que estaba junto a Dios, que era Dios, por quien todo ha sido hecho, se ha manifestado como vida y como luz del mundo. Esta Palabra ha brillado como luz en la tiniebla, y la tiniebla no la ha recibido. Vino a los suyos y los suyos no la recibieron».

Efectivamente está en el sagrario esta Palabra que es vida, que viene como vida y como luz de los hombres; una Palabra que está viniendo constantemente. Pero no está sola y abandonada en el sagrario. Eres tú, yo, nosotros, los que caminamos con una dura soledad.

Soy yo quien necesidad de plantarme ante esta Palabra y abrir mi corazón y acoger a este Cristo que pasaba, que sigue pasando, «haciendo el bien, que cura».

Este Cristo de la caja del sagrario no necesita mi presencia sentimental delante de él, sino necesita la presencia de un corazón abierto que haga posible que mi espacio interior sea el verdadero sagrario.

Hay un icono precioso de la Anunciación que representa al Arcángel que acaba de anunciar a María. Y a María, que acaba de decir el «sí» que todo el universo estaba esperando, se la representa, efectivamente, como un sagrario representando en el interior de su cuerpo al Verbo de Dios ya encarnado. Una preciosa imagen para decirnos que María es el primer sagrario de Dios en nuestra humanidad.

Yo, tu, cada uno de nosotros necesitamos de un tiempo de silencio profundo ante el sagrario, o donde sea, para abrir el corazón a la Palabra que viene como vida, como plenitud de vida para todos los hombres, como plenitud de luz y de paz. «Cristo es nuestra paz».

Esta Palabra de vida y de luz ha estado viniendo siempre a los hombres, como nos sugiere la Epístola a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente,… ahora nos ha hablado por el Hijo». Nos sigue hablando por el Hijo, la verdadera Palabra que los suyos no recibieron.

Hoy nos sigue hablando, nosotros necesitamos ser asiduos oyentes de esta Palabra de vida y de plenitud, para ser a continuación mensajeros de paz, como nos sugiere el profeta Isaías: «que gozo sentir sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria».

Soy yo quien necesidad de plantarme ante esta Palabra y abrir mi corazón y acoger a este Cristo que pasaba haciendo el bien, que curaba… Este Cristo de la caja del sagrario no necesita un presencia sentimental delante de él. Necesita y me pide la presencia de un corazón abierto que haga posible que mi espacio interior sea el verdadero sagrario, como el de Santa María.

Este Cristo necesita un silencio en mi espacio interior donde vaya resonando y arraigando la Palabra. Necesita un silencio que me permita exponerme a la fuerza de la palabra. Necesita un silencio para dejarme conducir por la sabiduría de la palabra. Necesita un silencio para que yo advierta que la Palabra de Dios, la Palabra de vida y de luz está en mi corazón, en mis labios y en mi boca, en lo más íntimo de mi mismo, renovando mi persona, mi vida, al hacerme experimentar su Paz, la Paz que trae la presencia Cristo, Rey de paz, y con su paz la buena noticia que es para toda la humanidad su Nacimiento, revestido de nuestra naturaleza, que me da esa paz que me lanza a caminar sobre los montes como mensajero de paz en una sociedad violenta, desgarrada por las enemistades, el odio.

«Canta al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas». Él trae para ti y para toda la humanidad, su victoria.

NATIVIDAD DEL SEÑOR

MISA DE LA NOCHE

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 9,2-7; Salm 95,1-3.11-13; Tit 2,11-14; Lc 2,1-14

«Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra,
cantad al Señor bendecid su nombre.»

Ante la entrada del Rey divino en la historia, el mundo estalla en un coro y en una danza cósmica. En este salmo, en trece versos diecisiete veces se invita a alabar a Dios. Una invitación que va dirigida a todos los pueblos, a toda la tierra. «Dios está con nosotros», o más expresivo todavía: Dios está con todos. El Evangelio nos ofrece una breve y expresiva crónica del acontecimiento que va a cambiar la historia de la humanidad.

Escribe Paul Claudel: «Cuando Dios toca la flauta no hay nada dentro del redil capaz de retener el rebaño». Y comienza la fiesta y el canto nuevo en las alturas: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz».

Hay cantos nuevos en las alturas, cantos nuevos en la presencia del Dios del universo, pero no los hay en la tierra, porque falta esa paz, el amor y la justicia, que hacen al hombre un hombre nuevo, y hombre, con un corazón nuevo, capaz de cantar un cántico nuevo. Viene el Señor, viene con una melodía nueva, para provocar una humanidad nueva, un día, un amanecer nuevo, del que dice el cantautor:

«También será posible,
que esa inmensa mañana
ni tú ni yo ni el otro
la lleguemos a ver.
Pero habrá que forzarla
para que pueda ser».

(Labordeta)

Dios quiere nuestra colaboración para que esa mañana, esa inmensa mañana de un hombre nuevo y una humanidad nueva, pueda llegar a ser. «Hoy —dice el evangelio— nos nace un salvador». Hoy es Dios con nosotros. O mejor todavía Dios con todos, pues como afirma Pablo: «hoy se revela el amor de Dios que viene a salvar a todos los hombres». Hoy contemplamos el inmenso abrazo de Dios a la humanidad. Dios al revestirse de nuestra humanidad se pone el vestido más sencillo y humilde, para ser reconocido por todos los hombres. Dios con todos.

Pero todavía, en nuestra vida, no hemos traducido bien la palabra Dios y menos aún la palabra todos. Dios ha tocado la flauta, pero tenemos mal oído y entonamos diversas melodías aquí bajo a la tierra, incluso dentro de una misma casa, de un mismo monasterio. Viene un Dios para salvar a todos. Y todos tenemos necesidad de su amor, el amor que nos salva; pero este amor que esperamos, este Dios al que suplicamos, ¿es el mismo para todos? O dicho más directamente: ¿el Dios al que rezamos es el mismo?

Y la pregunta es oportuna, porque estamos dentro de una misma tradición bíblica en la que contemplamos la gran inclinación que tiene, siempre, el hombre a construirse ídolos. Y cuando hacemos de Dios un ídolo hacemos un Dios a trozos, o esquizofrénico. Un Dios a mi medida.

Pero el mensaje de Navidad es la revelación del amor que viene a salvar a todos, un Dios con nosotros, con todos. Solo puede haber un Dios por encima de la persona humana, y de toda la belleza de la creación y del cosmos. Solamente puede haber un Dios fuente de la vida, fuente de la belleza y de la bondad. Todo lo demás entra en la categoría de los ídolos. Entonces, si yo quiero vivir una relación personal viva y auténtica, con este Dios que viene a salvarnos, debo estar corrigiendo siempre la imagen de este Dios que me sobrepasa, que está más allá de todo lo que yo puedo imaginar o pensar. Y esto me pide vivir en una actitud abierta de diálogo, de tolerancia, de una relación positiva con los demás. Es la exigencia de ser humilde y receptivo en la búsqueda de la experiencia de Dios. De un Dios que es patrimonio de toda la humanidad.

Pablo subraya la necesidad de «abandonar los deseos mundanos y vivir una vida de sobriedad, de justicia y de piedad, mientras esperamos que se cumpla nuestra esperanza y se manifieste la gloria de Jesucristo, Dios y Salvador nuestro».

La persona de Cristo debe ser, pues, nuestra referencia. Él nos invita a ensanchar el corazón buscando la sintonía perfecta con el Padre, y desde la fuerza de su amor en una abertura y receptividad permanente con la persona humana, pasar como nuestro Salvador: «Haciendo el bien».

23 de diciembre de 2012

ANTIFONAS OH, día 23, 2012

OH EMMANUEL,
rey y legislador nuestro,
esperanza de las naciones
y Salvador de los pueblos.
VEN a salvarnos, Señor Dios nuestro.


Oh Emmanuel, esperanza de los pueblos, deseado de cada corazón, VEN instrúyeme en esa sabiduría que brilló en tu madre! Ella, la primera discípula, comprendió la verdadera sabiduría celeste. Su «sí» cambió la historia del mundo.

Esta historia es un proyecto de amor de Dios para con su criatura. Elegidos por el Amor, para estar consagrados y sin defecto por el amor, destinados a ser un himno a la gloriosa generosidad de Dios (cf. Ef 1,1s); una melodía de amor al Amor. Este proyecto de amor, esta melodía alcanza unos niveles de perfección insuperables cuando se consuma una mutua penetración del Amor y el amor de su criatura. Emmanuel, te haces Emmanuel. Ya nada ni nadie podrá apagar este fuego que queda estampado en el corazón de la humanidad. Un Dios que habla como fuego que consume:

Ponme como un sello en tu corazón,
como un sello en tu brazo.
Que es fuerte el amor como la muerte,
implacable como el Seol la pasión.
Saetas de fuego, sus saetas,
una llamarada de Yahvé.
No pueden los torrentes apagar el amor,
ni los ríos anegarlo...
(Ct 8,6)

Emmanuel... Está consumado el amor. Estamos en su corazón como un sello; un sello en su brazo. El Verbo. Este fuego de Dios, esta llamarada de Yahvé, el Señor Dios, está como sello indestructible en el corazón de su criatura. Está en tu corazón...
Se ha consumado ese proyecto divino, esa historia de amor, que los profetas nos relatan con colores muy vivos:

Voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón.
Allí me responderá como en los días de su juventud,
como cuando la saqué de Egipto.
Me casaré contigo en matrimonio perpetuo,
me casaré contigo en derecho y justicia,
en amor y en compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad,
y te penetrarás (conocerás) del Señor...
(Os 2,16s)

Dios necesita tan solo, por parte nuestra, que le ofrezcamos un rincón de silencio en el corazón, una pequeña porción de desierto para que él pueda penetrar con fuerza en él, y nosotros, al mismo tiempo, experimentar la necesidad que tenemos de él para caminar, en la experiencia de su presencia. Tan solo un reducido espacio de silencio...
¿Quien es ésta que sube del desierto,
apoyada en su amado?
(Ct 8,5)

Necesitamos caminar apoyados en el amado. Interiorizar esta alianza profunda, íntima, amorosa, que nos haga exclamar: mi amado es mío y yo de mi amado (Ct 2,16).
Es un amor que se irá consumando día a día en el diálogo amoroso de mi vida en él y de él en mí; es un amor que nos pide vivir día a día la seducción divina.

Me has robado el corazón,
hermana y novia mía,
me has robado el corazón
con una sola mirada,
con una vuelta de tu collar:
¡Que hermosos son tus amores,
hermana y novia mía!
¡Qué sabrosos tus amores!
¡Son mejores que el vino!
¡La fragancia de tus perfumes
supera a todos los aromas!
Tus labios destilan miel virgen, novia mía.
(Ct 4,9-10)

Necesitamos escuchar estas palabras de amor. Meditarlas en el silencio del corazón. Escuchar el deseo del amado, yo, que soy para él objeto de su deseo (7,11). Quizás dudamos en el corazón de este amor de Emmanuel, de este Dios con nosotros. Y por ello nuestras palabras y nuestros gestos se manifiestan en muchas ocasiones, con un talante de duda:

¡Ah, si fueras mi hermano,
criado a los pechos de mi madre!
Podría besarte en plena calle,
sin miedo a los desprecios.
Te llevaría, te metería
en casa de mi madre
y tu me enseñarías.
Te daría vino aromado,
beberías el licor de mis granadas.
(Ct 8,1-2)

El es nuestro hermano, él es EMMANUEL, es DIOS CON NOSOTROS. Nos lo repite con palabras y maneras muy diversas:

Yo mismo en persona buscaré mis ovejas, siguiendo su rastro... acamparan seguros en el desierto... y sabrán que yo el Señor, soy su Dios. (Ez 34)

Tranquilízate, María, el Señor está contigo. Vas a concebir y dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Su reinado no tendrá fin. (Lc 1,26s)

Yo estaré con vosotros cada día hasta el fin del mundo. (Mt 28,20)

María será la primera criatura que vive este amor profundo, íntimo. La madre de Dios. La madre que tiene la experiencia singular del Amor vivido en el corazón. La madre en comunión estrecha con este hijo, que habla con él, que sueña con él, que vive la experiencia única del crecimiento del amor en su corazón de criatura.

Con la caída de la hoja empecé a comulgar con el hijo que llevaba dentro. Todas las madres imaginan y hacen cábalas sobre como será su hijo. Sueñan despiertas y van dibujando su posible perfil, sus gustos, sus andares. Hablan en la intimidad con él. En mí se daba una extraña mezcla. Le acunaba en mi interior, sí, le hablaba como un niño, y a la vez mi alma se anonadaba, se perdía, se arrodillaba ante él, sobrecogida por cuanto intuía del amor y la energía inexplicable que estaba brotando dentro de mí.
Cuando cerraba los ojos e intentaba escuchar las sensaciones que me transmitía el hijo que llevaba en mis entrañas, sólo sentía una paz sin nombre y, eso sí, una fuerza interior que nacía de lo débil, de algo tan frágil y pequeño como yo.[1]

Nosotros también debemos vivir esa comunión con quien ha hecho de nosotros un templo, soñar con él, cuidar el corazón donde crece ese Amor hasta manifestarse en amor.
No temas el riesgo de dilatar tu corazón y encontrar respuestas siempre nuevas que te descolocan o te desinstalan, porque se trata de la presencia del Amor. Vive el momento presente colmándolo de amor como María. Llena todos los momentos del sentido de lo esencial. La vida está hecha de muchos y breves minutos de esperanza y en ese camino, los pequeños pasos son tiempo de Dios. El puede hacer lo que tú sueñas.

Entremos cada día en este huerto cerrado o fuente sellada, fuente de jardines, pozo de aguas vivas, donde él, el Amado ha penetrado para comer de sus frutos exquisitos, a cosechar su mirra y su bálsamo, a beber su vino y su leche. Entrad: Comed, bebed, embriagaos con el Amado (Ct 4,12s).



[1] P. Miguel Lamet, Las palabras calladas, diario de María de Nazaret, Editorial Norma, Barcelona 2008, p. 65.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL ADVIENTO
Domingo 4º de Adviento (Año C)

De un sermón del beato Guerrico de Igny (sermón 2º para el Adviento)
«Mirad a mi amado como viene saltando por los montes, brincando por las colinas» (Cant 2,8). «Ya viene el Rey, corramos al encuentro de nuestro Salvador» (liturgia de Adviento). Con razón dijo Salomón: «Agua fresca en garganta sedienta, la buena noticia de tierra lejana» (Prov 25,25). Sí, es una buena noticia la que anuncia la llegada del Salvador, la reconciliación del mundo, los bienes del mundo futuro. «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva» (Is 52,7).

Estas noticias son agua refrescante y bebida de sabiduría saludable para el alma sedienta de Dios. En verdad, aquel que anuncia la llegada del Señor o sus misterios nos da a beber. «Sacaréis agua con gozo de las fuentes del Salvador» (Is 12,3). También a aquel que trae este anuncio... el alma le responde con las palabras de Isabel que había bebido del mismo Espíritu: «¿Cómo es posible que la Madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno» (Lc 1,43) saltando de gozo por ir al encuentro del Señor.

En verdad, hermanos míos, hay que ir al encuentro de Cristo que viene saltando de gozo y de entusiasmo... «Salud de mi rostro, Dios mío» (Sal 42,5). En tu condescendencia saludas a tus siervos y los salvas. No únicamente por las palabras de paz, sino por el beso de paz. Tú te unes a nuestra carne, tú nos salvas por tu muerte en la cruz. Que nuestro espíritu exulte, pues, con alegría desbordante, que corra al encuentro del Señor que viene de lejos, aclamándole con estas palabras: «Cúrame, Señor, y quedaré curado, sálvame, y quedaré a salvo, pues a ti se dirige mi alabanza» (Jr 17,14); «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Sal 117,25-26).

LA CARTA DEL ABAD

Querido Ángel:

Gracias por tu visita. Dejas por unas semanas las tierras de misión para venir a compartir la alegría de un Cristo que se está gestando de modo permanente en la pobreza y abandono de aquellas lejanas tierras. Dejas por un breve tiempo tu misión para visitarnos y hacernos más próximo el latido de Cristo, un Dios profundamente humano, que vive, sonríe, llora, en la pobreza y abandono de aquellas lejanas tierras.

Gracias por tu visita. Porque necesitamos escuchar tu Magníficat. Necesitamos escuchar como en vuestra obligada sobriedad, en vuestra dura sobriedad, proclamáis la grandeza del Señor. Necesitamos contemplar en vuestro rostro la alegría de Dios. Saber de la levedad de vuestra vida, que es profunda vida humana y singular riqueza espiritual que aquí en nuestra «sociedad del bienestar» echamos en falta.

Porque aquí nos agobia la vida, el peso de la vida se nos hace duro. La abundancia de las cosas, el ritmo de la vida, la difícil relación humana. Aquí nos cuesta aprender el Magníficat. Cantarlo. Vivirlo.

Me preguntabas si rezamos por vosotros. Me salió un sí tímido, como quien está intentando recordar ese momento en que elevamos unas palabras concretas pidiendo a un Dios que no tiene necesidad de nuestras palabras, sino de nuestro corazón; pidiendo a un Dios que solamente sintoniza los movimientos que nacen del corazón; un Dios que sabe lo que necesitamos antes que nuestra boca se lo pida.

Y siento de nuevo resonar el Magníficat de la Visitación en mi mente: «A los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos».

Y tengo la sensación de que la plegaria más rica, más auténtica es vuestra vida, y las vidas de esos hombres, mujeres y niños que os rodean incesantemente con una sonrisa, a la espera del pan de cada día. Tengo la impresión de que la riqueza, el bienestar, de nuestra vida nos deja vacío el corazón. Un corazón vacío es un corazón desesperado, difícilmente puede elevar una plegaria que tiene que subir al alto con profunda confianza.

A la vez tengo confianza en la fuerza de vuestra plegaria, de la plegaria sencilla, rebosante de humanidad y de confianza, porque los corazones de vuestras comunidades están rebosantes de bienes, que nosotros necesitamos. Vosotros, nos enriquecéis con vuestros bienes espirituales; nosotros tenemos la obligación de atender a vuestras necesidades materiales. Es la solidaridad que nos pide nuestra fe.

La mejor y más auténtica oración es el gesto de amor que emerge desde el corazón. Gracias Ángel por tu visita; gracias por tu magníficat. Un abrazo,

+ P. Abad

22 de diciembre de 2012

ANTIFONAS OH, día 22, 2012

OH REY de las naciones,
y deseado de los pueblos,
piedra angular de la Iglesia,
que haces de dos pueblos uno solo.
VEN y salva al hombre que
formaste del barro de la tierra.


Gracias al Mesías, vosotros, los que antes estabais lejos estáis cerca, por la sangre del Mesías, porque él es nuestra paz; de dos pueblos haces uno solo, creando en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz, reconciliando por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad. Por un mismo Espíritu tenemos acceso al Padre (Ef 2,13s)

El deseo de unidad lo experimentamos todos en lo más profundo de nuestro ser. Aspiramos a tener una unidad de vida en nosotros mismos. Una aspiración muy noble y muy necesaria; y más todavía cuando hoy son numerosas las fuerzas que se proyectan sobre nosotros, fuerzas que no siempre se orientan hacia la unificación de la persona; tampoco hacia una relación de unidad y reconciliación con los demás. Aún habría que añadir el problema ecológico que viene a poner de relieve la dificultad de una unión armónica con el cosmos. Y todo esto trae la consecuencia más grave para el hombre: el exilio de Dios en la vida del hombre.

Nuestro Rey, el deseado de los pueblos, deseado consciente o inconscientemente, es un artífice de unidad y reconciliación. El viene a satisfacer este deseo, a ser la piedra, la roca como base de unidad y reconciliación con Dios, con todo lo humano, y hasta ponernos también en comunión y sintonía con el universo cosmos.
Él, Dios amor, viene a seducir a su criatura con el don de su amor, con la ofrenda de un amor que quiere ser correspondido. Un Dios que, en ocasiones, se presenta en solitario, como el Amado esperado,

¡La voz de mi amado!
Miradlo, aquí llega
saltando por los montes
brincando por lomas
(Ct 2,8)

En otras, viene con todo un cortejo fastuoso que nos sugiere todo un plan, un proyecto de amor con su criatura. Es una escena irreal, incluso extraña: un cortejo sube a Jerusalén desde el desierto en medio de una nube de polvo. En este caso una nube de polvo perfumado, una nube de mirra e incienso, y esencias aromáticas preciosas, como nube teofánica que resguarda.
¿Qué es eso que sube del desierto,
parecido a columna de humo,
sahumado de mirra y de incienso
de polvo de aromas exóticos?
Es la litera de Salomón,
escoltada por sesenta valientes,
la flor de los valientes de Israel...
El rey Salomón
se ha hecho un palanquín
con madera del Líbano:
de plata sus columnas,
de oro su respaldo,
de púrpura su asiento;
su interior, tapizado con amor...
Salid a contemplar,
muchachas de Jerusalén,
al rey Salomón,
con la diadema con que su madre lo coronó
el día de su boda, gozo de su corazón.
Ct 3,6s)

Un cortejo previo a una celebración nupcial, que viene con todo su esplendor y su fasto; en él se destaca la belleza del lecho real, que quiere acrecentar el deseo de la esposa. Una litera que viene a significar el plan de Dios, que es un plan de amor para con su criatura, la revelación de su deseo de incorporar la criatura a su misterio de amor trinitario. Un cortejo victorioso defendiendo la verdad y la justicia. Al salmista, contemplando este cortejo, se le desata la lengua que canta, la lengua que escribe con el corazón.
Eres el más bello de los hombres,
la gracia se derrama por tus labios,
por eso Dios te bendice para siempre.
(Salm 44,3)

Y ya no es solo el deseo de él, sino que es la seducción que provoca, que el rey este prendado de la belleza de su criatura, y ésta, seducida por los perfumes de la fiesta, recita sus versos:

¡Que me bese con besos de su boca!
Mejores son que el vino tus amores,
más suave el olor de tus perfumes...
(Ct 1,2)

Indícame, amor de mi alma
donde apacientas el rebaño,
donde sestea a mediodía...
(Ct 1,7)

¡La voz de mi amado!
Miradlo, aquí llega...
(Ct 2,8)

Mi amado es mío y yo de mi amado...
Estoy enferma de amor...
(Ct 2,16.5)

Nuestro corazón está hecho para amar. Está hecho para Dios. Dios es amor. La revelación de su amor siempre es una fiesta para su criatura, que busca estar presente en ella, como canta el Amigo:

El Amado dio una gran fiesta y reunió en torno a Él una corte de grandes y numerosos barones, y durante el festín les hizo el regalo de grandes dones. El Amigo acudió al festín y el Amado le dijo: ¿Quién te ha invitado a venir a mi palacio? Y el Amigo respondió: —El amor y la necesidad me han hecho venir para admirar tus rasgos divinos, tus grandes seducciones y el resplandor de tu gloria.[1]
El Amigo canta el amor seductor del Amado.

Lo canta san Agustín escribiendo un verso de amor: «Nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti». Y así empieza su obra Las Confesiones, verdadera muestra de la seducción que el Amado despierta en su criatura.

Lo canta, también, san Bernardo, en su obra y en sus cartas:

El esposo, que es amor, solo quiere a cambio amor y fidelidad. No se resista, pues, la amada en corresponder a su amor. ¿Puede la esposa dejar de amar, tratándose además de la esposa del Amor, ¿puede no ser amado el que es el Amor por esencia?... Por eso donde hay amor, no hay cansancio, sino sabor.[2]

Lo canta san Juan de la Cruz derramando su nostalgia del Amado en la belleza del cosmos:
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero:
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.[3]

Pero lo canta sobre todo aquella que acogió este Amor en su corazón y en sus entrañas, para revestirlo de nuestra naturaleza, lo canta aquella con su lengua y con toda su existencia:

Proclama mi alma la grandeza del Señor
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador...
Su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación...

El amor se convierte en melodía viva y vivida en el canto del Magníficat. El amor despierta el deseo, el deseo lleva el amor hasta el extremo. Y el amor extremo nos vuelve a la vida. Vida que nace de la entraña de la muerte, como un don que se ofrece voluntariamente, libremente. Quien da la vida desde la fuerza del amor la vuelve a recobrar. (cf. Jn 12,25) Contemplemos pues al que es coronado de gloria. Al contemplar a Aquel que es elevado en lo alto para atraer todo hacia él, aprendemos a amar. Aprendemos a amar del Rey, deseado de los pueblos y piedra angular de la Iglesia. Contemplemos el amor...
Aprendamos de aquella de la que nace la melodía de amor más puro. Aprendamos de la que es la primera contemplativa del amor. A mirar el amor. A contemplar el amor. Aprendamos de quien guardó el amor con más fidelidad en su corazón. Y lo manifestó con más generosidad. Es una sencilla y bella llamada a ser instrumentos del amor. Y cantar el Magníficat en nuevos encuentros, y misterios, de Visitación.



[1] Ramón Llull, El libro del Amigo y del Amado, 114.
[2] San Bernardo, Sobre el Cantar, sermón 83, 4-6, o.c. V, BAC 491, Madrid 1987, p. 1031.
[3] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, 2.

21 de diciembre de 2012

ANTIFONAS OH, día 21, 2012

OH SOL NACIENTE,
resplandor de la luz eterna,
Sol de justicia,
VEN a iluminar a los que yacen en
tinieblas y en sombras de muerte.


Escucha las palabras del Maestro, Sol naciente, acógelas, no endurezcas el corazón, que en su bondad nos muestra el camino de la vida (cf. RB, Pr.1). El camino de la vida es el camino del amor. ¡Y son muchos los que mueren sin amor! ¡Escucha, las palabras del Maestro!
Y el Maestro nos dice: Yo, el Señor, te llamó para la justicia, te cojo de la mano, te hago luz de las naciones (Is 42,6).
De esta forma, toda la vida es un camino, un camino dialogado, un permanente diálogo de amor entre Dios y su criatura, que nos refleja de manera muy viva el libro del Cantar de los Cantares:

¡Qué bella eres, amor mío,
qué bella eres!
Palomas son tus ojos
a través de tu velo...
¡Toda hermosa eres, amor mío,
no hay defecto en ti!
¡Hermosa mía, vente!
(Ct 4,1)

Y la amada, seducida por este amor de su Creador, responde:

¡Oh, ven amado mío,
salgamos al campo,
pasemos la noche en las aldeas!
(Ct 7,12)

Se diría que él está extasiado por la belleza de su criatura, cuando la contempla como la obra de su amor. «Y vio Dios que era bueno, bello». La palabra hebrea utilizada en la narración de la creación, en el Génesis, expresa ambos matices: la bondad y la belleza de lo creado a los ojos del Creador. Bello es lo que nutre el deseo que levanta puentes hacia el Eterno, buscando así un diálogo amoroso cuya iniciativa lleva Dios, y que nos llevará a una profunda intimidad con la divinidad:
¿Quién es ésta que asoma como el alba,
hermosa como la luna,
refulgente como el sol...
(Ct 6,10)

Para exclamar ella:

No miréis que estoy morena
es que me ha quemado el sol
(Ct 1,6)
Ella, la esposa, que canta con admiración el nombre del esposo, que admira su figura, que guarda su palabra, se siente iluminada por el Sol de justicia. Este Sol quema e ilumina. Esta negrura nuestra, siempre supone una parte de incredulidad, de desobediencia que nos quita atractivo en las obras y calor en el corazón; que pone en nuestro espacio interior oscuridad y noche. Pero siempre amanece un nuevo día con el Sol de justicia y resplandor de la luz eterna, que nos invita a levantarnos y abrir nuestros ojos a la luz deífica que nos susurra palabras de amor: quien es ésta que asoma como el alba, hermosa, refulgente... Y retorna el diálogo amoroso. En este diálogo de amor él describe a su amada:
¡Qué bella eres, amor mío,
que bella eres!
Palomas son tus ojos,
a través de tu velo...
Tus labios, cinta escarlata,
y tu hablar todo un encanto.
Tus mejillas, dos cortes de granada,
se adivinan tras el velo.
¡Toda hermosa eres, amor mío,
no hay defecto en ti!
Me has robado el corazón,
con una sola mirada...
(Ct 4)

Es la belleza de la criatura que seduce a Dios, hasta el punto que le lleva a revestirse de la fragilidad de nuestra naturaleza, para ensalzar todavía más la dignidad, la grandeza, la belleza de su obra. Y ella, enferma de amor, deseando que le bese con los besos de su boca, mira al esposo y nos dibuja el retrato que tiene de él en su corazón:

Mi amado es moreno claro,
distinguido entre diez mil.
Su cabeza es oro, oro puro.
Sus ojos como palomas
a la vera del arroyo.
Sus labios son lirios.
Sus manos, torneadas en oro.
Su porte es como el Líbano,
esbelto como sus cedros.
Su paladar, dulcísimo,
todo él un encanto...
(Ct 5, 10s)

Así transcurre este singular diálogo amoroso entre Dios y su criatura, contemplación de la bondad y de la belleza de la creación, tensión apasionada del deseo, hasta llegar al éxtasis del abrazo:
Su izquierda está bajo mi cabeza,
me abraza con la derecha.
(Ct 2,6; 8,3)

En él todo es luz, claridad que permanece, Sol que no tiene puesta... De aquí el deseo mutuo:
Os conjuro, muchachas de Jerusalén,
por las gacelas y las ciervas del campo,
que no despertéis ni desveléis
a mi amor hasta que quiera.
(Ct 2,7; 3,5; 8,4)

Los dos amantes están pendientes uno de otro. Incluso en el sueño ella está pendiente de él: Yo dormía, velaba mi corazón (5,2). Y él, parece vivir solamente para su criatura:
Yo soy para mi amado, objeto de su deseo (7,11)

Pero el amor despierta, y acaba el diálogo amoroso de manera sorprendente:

¡Huye amado mío,
imita a una gacela
o a un joven cervatillo,
por los montes perfumados!
(Ct 8,14)

Sucede que el amor verdadero no tiene un final, no hay en él un capítulo último. El misterio de amor, de la relación amorosa es un misterio que envuelve a las personas que se aman, en una historia que recomienza cada día, como el sol, que amanece cada día. El amado tiene que huir como una gacela o cervatillo, para poder volver saltando y brincando por montes y vegas (2,8-9). El amor dura y crece cuando recomienza con la luz del nuevo día. Cada día, para los enamorados, es una invitación a vivir la seducción del amor; y esta fidelidad, en la seducción amorosa, nos abre al resplandor de la luz eterna. Cada día debe iniciarse un diálogo de amor y de luz:

¡Llévame en pos de ti: ¡Corramos!...
Levántate, amor mío,
hermosa mía, y vente...

Cada día debemos encender esta luz, esta alegría, esta paz en el corazón; cada día debe ejercitarse el corazón en lo que es propio suyo: amar, abrirse a un nuevo diálogo de amor; cada día debemos mirar a este punto de referencia insustituible que es Santa María, que vivió en permanente fidelidad en esta apasionante aventura del amor de Dios con su criatura, y de la respuesta fiel de ésta a su Creador, al Amado. Cada día viviendo agradecida el regalo de Dios, y ofreciendo el suyo a su Creador.
Estimulados por el ejemplo de su amor, cada día será bueno y necesario avivar nuestro deseo del amado:

¡Oh Sol naciente que, antes de irrumpir con tu luz, te encerraste en el seno de María, como en una arca sagrada y la iluminaste con el resplandor de tu luz eterna.
Oh Sol naciente, cuyo primer esplendor provocó el «Sí» de la madre dando el respiro al mundo que lo esperaba. Hoy mantiene viva su esperanza.
Oh Sol naciente, que envolviste con tu vida y con tu luz a la madre, dejándote cubrir y envolver —a su vez— por ella.
Oh Sol naciente, que brillaste con luz propia en la mañana de la Resurrección y nos hiciste hijos y hermanos... ¡VEN A ILUMINAR!