31 de marzo de 2013

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

MISA DEL DIA DE PASCUA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 10, 14.37-43; Salm 117,1-2.16-17.22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9

«Era verdad, ha resucitado el Señor, aleluya», es el grito desbordante de admiración, sorpresa, alegría. Un grito que resume, sobre todo la palabra ¡ALELUYA! Ello ha sido posible porque «él ha puesto su mano sobre mí, por su maravillosa sabiduría», como canta la antífona de entrada.

Las puertas de la vida están abiertas, para que, renovados por el Espíritu, vivamos en la esperanza de la resurrección futura…

Es decir que la muerte ha sido vencida, Cristo ha resucitado, y ha derramado su Espíritu, para que bajo su acción se vaya transformando nuestro corazón, y vivamos ya un anticipo de la resurrección futura, con la transformación de nuestro cuerpo y el contemplar cara a cara al Señor.

María Magdalena va al sepulcro y lo encuentra vacío y vuelve corriendo a los discípulos para decirles: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto».

Nosotros que vivimos nuestra fe en Jesús Resucitado también nos podemos plantear esta pregunta: ¿Dónde hemos puesto al Resucitado?

Nosotros no tenemos sepulcros vacíos, no tenemos pruebas para demostrar la Resurrección del Señor; pero si todo el sentido de nuestra vida es la fe que nos viene del Resucitado, sí que nos tenemos de preguntar por este Cristo que decimos ha vencido a la muerte. ¿Dónde está? ¿dónde lo hemos puesto? ¿dónde lo encontramos?...

Ahora bien, en la breve Historia de la salvación que escuchamos en la Vigilia Pascual, se percibe que desde el comienzo de la obra de Dios en el tiempo, todo apunta al corazón del hombre. A que Dios ha entablado con el hombre una relación de amor, mediante la cual Dios quiere trabajar día a día nuestra vida, incidiendo en nuestro corazón. Cambiar nuestro corazón, como un principio del cambio de nuestro cuerpo. Como el auténtico camino para llegar a la transformación o resurrección de nuestro cuerpo.

Luego este Cristo Resucitado está dentro de nosotros, obrando por medio de su Espíritu de vida. Si no lo encontramos dentro de nosotros no lo encontraremos en ninguna parte.

María está desconcertada, confusa, triste… y no saldrá de esta situación hasta que se sienta llamada por su nombre: «¡María!». María se llenará de luz y de alegría.

«Y si acaso no supieres
dónde me hallarás a Mí,
no andes de aquí para allí,
sino, si hallarme quisieres,
a Mi buscarme has en ti».

Esta situación se repetirá en los días sucesivos con los discípulos de Jesús. Necesitaran un encuentro personal con Jesús, y a partir de aquí es cuando nace la verdadera alegría; una alegría que se busca comunicar, una alegría expansiva.

Los discípulos llegan a ver a Cristo Resucitado, recordando la historia de Jesús, las experiencias vividas con él, reflexionando sobre sus gestos y palabras. Y descubren en la persona de Jesús: el amor de Dios, la compasión infinita de Dios que envuelve con su bondad. Y compartiendo, comunicándose estas experiencias que les llena de alegría y de paz, que tienen necesidad de comunicar y compartir.

Era verdad, ha resucitado el Señor, aleluya. Es el grito nuevo, es la canción nueva. Pero ¿te brota del corazón?

Escribe Benedicto XVI en su encíclica «Deus caritas est»: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida, una orientación decisiva» (nº 1).

Esta experiencia será la que vivirán los discípulos de Jesús con motivo de la Resurrección. Así empezaran a entender que Cristo había resucitado de entre los muertos, Y un nuevo horizonte aparece en su camino, una orientación nueva y decisiva en su vida: empiezan a resucitar con Cristo, y a partir de aquí buscan los bienes de arriba, viven su vida escondida en Dios con Cristo.

Y salimos a la plaza a ser testigos del amor, a anunciar el amor. Ya no decimos hemos creído en el amor, sino hemos visto el amor, lo hemos contemplado, lo han palpado nuestra manos, lo ha hecho experiencia nuestro corazón.

DOMINGO DE PASCUA. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

También en esta noche hay un grito: ¡ALELUYA! Es un grito nuevo. Es un grito en la noche. Es una canción. Una canción nueva debe nacer en un corazón nuevo.

A lo largo del tiempo de Cuaresma, hemos buscado, en la escucha y meditación de la Palabra de Dios ese corazón nuevo. Porque solo Dios puede dar lugar en nuestra vida a un corazón nuevo. Solo Dios, que se hace presente en la noche, y cambia la noche en luz, la muerte en vida, la desesperanza en esperanza viva. En la noche se hace presente Dios como luz, pero sobre todo en la vida del creyente cristiano. Hay dos noches especialmente significativas: aquella de Navidad, Noche que no debemos dormir, como dice la canción; y esta Noche de Pascua, Noche que debemos vivir. Es la noche para cantar a la vida.

El grito de esta noche es un grito armónico que quiere traer la armonía y la alegría de Dios a nuestro corazón, abriéndonos a la esperanza de una vida nueva. La esperanza de la resurrección.

La presencia de Dios, la obra del día nuevo, de la nueva vida, empieza por el corazón. Por esto dice un Santo Padre: «si no hay transformación del corazón tampoco habrá transformación del cuerpo». Esta noche amanece con un grito nuevo: ¡ALELUYA! Es el canto que el mismo Dios ha ayudado a preparar a lo largo de la Historia de la Salvación:

Dios nos prepara un escenario delicioso, un jardín, lleno de armonía y vida para vivir amistad con él. Dios y el hombre empiezan a vivir en la historia, una relación de confianza, de fe. El hombre va conociendo como la opción preferente de Dios es siempre el camino de la libertad, la liberación de toda opresión.

Hay momentos en que Dios se esconde a la mirada del hombre, para recobrarlo con un afecto inmenso. Es un juego delicioso de Dios que necesitamos aprender y entrar en él. Y vamos teniendo la experiencia de que Dios está siempre cerca del hombre inmerso en la experiencia de la muerte. Que él es fuente de vida, que su presencia sacia de vida. Que este camino de la vida es siempre un camino de sabiduría y de luz. Y a la vez va despertando y configurando en nosotros la experiencia del corazón nuevo.

Y este corazón nuevo, configurado según el corazón de Dios, manifestado en Jesucristo, ya no muere nunca más; está abierto a la transformación de todo el cuerpo, a la Resurrección.

Pero necesitamos aprender también que el canto nuevo, el ALELUYA de Pascua no es un canto individual, es el canto del Hombre nuevo, de la Humanidad nueva, de la Iglesia. Es un canto de la comunidad creyente.

Y por eso la Solemnidad de Pascua se prolonga durante siete días, y el tiempo Pascual durante cincuenta días más, para ensayar bien nuestro canto nuevo, el ALELUYA PASCUAL, que debe ser un celebrar juntos esta vida nueva, un vivir juntos una experiencia nueva de comunión. No es extraño que las comunidades cristianas, en este tiempo de pascua celebren encuentros en las ermitas, en las celebraciones de bautismos y confirmaciones, matrimonios… todo tiende a procurar que de nuestras gargantas nazca con más armonía este grito de alegría y esperanza: ¡ALELUYA!

Y sobre todo de nuestro corazón.

29 de marzo de 2013

VIERNES SANTO. LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-52,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

«Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: ¡Elí, Elí! ¿lema sabactaní?, esto es: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?... Dando un fuerte grito exhaló el espíritu».

El amor es lo más luminoso de la vida humana; el amor pone la luz de mediodía en el corazón humano. Ayer celebramos el anuncio de un amor que se entrega hasta el extremo. Cuando un enamorado abre su corazón y lo derrama en la otra persona, la vida de ambos queda iluminada; una nueva luz, una nueva esperanza, nueva vida… como un sol de mediodía se levanta sobre nosotros. Pero un Dios enamorado de nosotros, de la criatura humana ha llevado su amor hasta el extremo… ¿qué contemplamos hoy? El silencio de la cruz. Porque después que se ama hasta el extremo, ya no cabe sino el silencio contemplativo, esperando en silencio la correspondencia de otra mirada y otro gesto de amor.

Hoy, en esta hora sexta de la humanidad, sigue habiendo oscuridad sobre toda la tierra. Y sentimos como si el reloj del tiempo se hubiese parado y se percibiese como muy lejana esa mañana o amanecer del Domingo del Resucitado. Y en esta hora nona Jesús sigue gritando con una fuerte voz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

Hoy tendríamos que ser conscientes que este grito sale de millones de gargantas y de corazones destrozados, sin esperanza. Hoy, el silencio de la Cruz es también el grito del silencio de Cristo. Hoy contemplamos el silencio de Cristo. Pero este silencio no es el que contemplamos cuando besamos a este Cristo, un Cristo de madera clavado en una cruz. Nuestro beso debe llevar nuestra mirada y nuestro oído más allá, hasta escuchar el grito del silencio: de una infancia despreciada en su educación, de jóvenes inmersos en una sociedad sin rumbo, de familias arrojadas al viento de la calle, gracias a actitudes inmorales, y de leyes que favorecen a los poderosos de este mundo; llevar la mirada hacia la multitud de personas que pierden su perfil de personas en las largas filas del paro. Pero estos gritos todavía no alcanzan a los egos monstruosos y enfermos que no tienen suficiente con las cajas de ahorro de casa que necesitan la seguridad y rentabilidad de las de fuera. Es el grito de una progresiva desigualdad que parece querer poner en su sitio el 95% de la población: en el silencio de la cruz, mientras el 5% restante, se erige en la élite de mando que aspira a disponer de la riqueza del mundo. El silencio de Cristo vuelve. Y Cristo vuelve a subir a la cruz. Y hoy vuelve a gritar su silencio desde la cruz…

Y se querría silenciar el grito de la cruz. Hoy hay candidatos a inquisidores. Si, lamentablemente en el pasado la Iglesia dio lugar a una Inquisición que quiso silenciar el evangelio, hoy hay aprendices muy bien dotados de esta Inquisición, que quieren silenciar a Cristo y su evangelio. Así nos lo recuerda el diálogo del Gran Inquisidor con Cristo:

«¿Por qué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo te condenaré a la hoguera... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda... Cristo sin decir palabra le mira en silencio para darle finalmente un beso. El Inquisidor le abre la puerta y le dice: Marcha y no vuelvas más».

Pero los inquisidores no saben, o no quieren saberlo, que Cristo prometió su presencia permanente; que está viniendo continuamente a nuestro mundo, y que el silencio de Cristo en la Cruz de cada día de tantos millones de personas es el grito del silencio que irá creciendo hasta golpear los tímpanos de los grandes inquisidores, que quiere exiliar una y otra vez a quien trae una buena noticia para toda la humanidad.

Por esto haríamos bien en escuchar la invitación que nos hace Benedicto XVI: «la asamblea cristiana se recoge para meditar sobre el gran misterio del mal y del pecado que están oprimiendo a la humanidad, para meditar a la luz de la Palabra de Dios, y ayudados por los gestos litúrgicos que nos conmueven, las sufrimientos del Señor por nuestros pecados. Tenemos necesidad, realmente, de un día de silencio para meditar sobre la realidad de la vida humana, sobre las fuerzas del mal y sobre la gran fuerza del bien que nace de la Pasión y de la Resurrección del Señor».

Pero desde la Muerte y la Resurrección de Cristo en Jerusalén, Cristo no tiene otro cuerpo visible que el de los cristianos ni otro amor que el de los cristianos. Por ello, hoy es necesario que se oiga el grito del silencio de la Cruz. Y que meditemos un poco sobre su amor llevado hasta el extremo.

28 de marzo de 2013

JUEVES SANTO. LA CENA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

Esta Semana deberíamos hacer nuestro, un poco más el grito del Cristo doliente, del hombre doliente de nuestra sociedad. Es algo que escapa a nuestras fuerzas o posibilidades, en cuanto a dar una respuesta a tanto dolor, pero por lo menos desde nuestra confusión e impotencia hagamos vivo nuestro deseo, gritemos al Señor desde lo profundo del corazón. Por un hombre más humano. Por una sociedad más justa y más humana. Porque el problema está en el corazón del hombre, en el tuyo, en el mío, en el de cada uno de nosotros. Por esto leo el verso del poeta:

«Diré lo que he visto, gritaré: todavía el amor habita en el olvido …»

Este podría ser hoy nuestro grito a Dios, a la sociedad, a nuestros hermanos… «El amor habita en el olvido». A pesar de que hoy se alza, en la celebración litúrgica, un grito muy fuerte: «Nos amó hasta el extremo».

Es el amor que no se reserva para sí, sino que toda la persona de Jesús centrada, recogida en su corazón, se abre para dejar derramar una fuerza de vida nueva, con un gesto que, prácticamente, escandaliza a sus discípulos: «No me lavarás los pies jamás». Pero el amor hasta el extremo pasa necesariamente por la humillación, por un rebajarse hasta donde sea. Y este «hasta donde sea» puede ser el amor hasta el extremo, es el amor hasta el extremo, es el amor hasta dar la vida. Por esto Jesús tiene que completar su catequesis a Pedro y los demás discípulos: «Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo».

Aquí, en el Cenáculo, en el día de Jueves Santo, Jesús hace el signo, de lo que va a realizar a continuación: «el amor que se entrega hasta el extremo», y que va a quedar como una experiencia única en la vida de los Apóstoles: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía».

¿Nos hemos bañado en este amor? Porque quizás necesitamos bañarnos los pies y la cabeza, y todo nuestro cuerpo. Es decir, dicho de modo más directo y claro: bañar nuestro corazón en este amor del Cristo. Porque es posible que se nos puedan aplicar las palabras de Jesús: «No todos estáis limpios».

Pues esta es la estampa que necesitamos contemplar cada día al celebrar la Eucaristía, porque la Eucaristía que hoy celebramos es la misma que celebramos cada día. El amor hasta el extremo. Este es el amor en el que necesita bañarse nuestro corazón. Pues «cada vez que celebramos la Eucaristía, cada vez que comemos y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor».

Proclamamos el amor hasta el extremo. Que es posible. Cada vez que el sacerdote levanta el Pan de Vida de la Eucaristía y dice: «Este es mi cuerpo». Cada vez que levanta el cáliz y dice: «Este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía», deberíamos pensar que nos invita a vivir su mismo amor, el amor hasta el extremo.

Hoy deberíamos meditar un poco como está nuestro nivel de amor. Deberíamos repetir muchas veces en el corazón: «Nos amó hasta el extremo». Hasta se encienda el fuego en el corazón como lo enciende en el corazón del poeta:

«Amor de ti nos quema, blanco cuerpo;
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la Palabra creadora
que se hizo carne; fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre».

Este amor entrañado, que es fiero amor de vida no es fácil, pero ¿caemos en la cuenta de que cuando tomamos el Pan de Vida en la Eucaristía, que recibimos el Pan de inmortalidad? Quien me come vivirá para siempre. Entonces porque tener miedo a abrir el corazón? Tenemos miedo a Dios, al amor hasta el extremo? Si, lo tenemos, en nuestros grupos, en nuestras comunidades, en la misma Iglesia. Mirad el Papa Francisco dijo en su homilía: No tengáis miedo a la ternura y a la bondad. Porque hay miedo a la ternura, a la bondad, al amor hasta el extremo. Y por este camino nuestra sociedad y nuestra vida no mejorará en humanidad. Y por último una pregunta en esta línea de lo que voy diciendo: Tú que participas con frecuencia en la Eucaristía, en la mesa de la comunión. ¿te pasa, siquiera, por la cabeza, reconciliarte con alguna persona, con la que no te relacionas o no te hablas?

24 de marzo de 2013

DOMINGO DE RAMOS. LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 50,4-7; Salm 21,8-9.17-20.23-24; Filp 2,6-11; Lc 22,14-23,56

Cuando no se sabe poner orden en los pensamientos, cuando no se pueden decir las cosas seguidas, cuando uno está inmerso en una profunda confusión, imposibilitado de hablar, la oración es un «grito». Pero un grito del alma que llega hasta Dios. La mejor oración es aquella que está inspirada por el sentimiento de la necesidad o la violencia del corazón.

Pienso que la Semana Santa que iniciamos es la semana para dar ese grito. De hecho ya lo da el hombre: Cristo. Cristo es el hombre, el punto de referencia para esta humanidad doliente, cada día más callada, más confusa y desorientada. Hoy, Domingo de Ramos, y a lo largo de los oficios litúrgicos de estos días santos podemos escuchar este grito.

Grita la multitud: «Bendito el que viene como rey, en nombre del señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo alto!»

Gritan los fariseos: «Reprende a tus discípulos. Jesús replicó: si estos callan, gritarán las piedras.»

Grita Jesús: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.»

Contemplamos a este Jesús entre luces y sombras, como también podemos contemplar al hombre de esta sociedad del siglo XXI:

«Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, de maestro, para decir una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído para que escuche como los iniciados, como discípulo.»

«Cristo no hizo alarde de su categoría de Dios. Se despoja de su rango y toma la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse a la muerte de cruz. Dios lo levantó sobre todo, para que toda lengua proclame: Jesucristo es Señor.»

Todo esto son pinceladas muy expresivas que nos ofrecen las lecturas de la Palabra de Dios, y que se repetirán a lo largo de estos días santos. Por aquí podemos percibir el amor de Dios por nosotros sus criaturas. También podemos percibir, como contraste el perfil del hombre de hoy.

El hombre seguro de sí mismo, ensalzado, glorificado, y también dominador, opresor, injusto… que pretende tener todo atado y bien atado bajo su dominio. Y, simultáneamente, el hombre humillado, esclavo, oprimido, víctima de la injusticia, abandonado a su suerte, que es la muerte
En cualquier caso, o en ambos casos, el hombre confuso, desorientado, perdido, incapaz de hablar, uno porque habla un lenguaje de la injusticia, que es inaceptable; y el otro porque no puede hablar, condenado a un silencio que nadie escucha.

Este puede ser el perfil de nuestra sociedad. La sociedad del hombre injusto. La sociedad del hombre oprimido. La sociedad de hombre que solo tiene palabras vacías, y la del hombre que solo tiene silencio, porque no le dejar hablar.

Por este camino no hay hombre, no hay humanidad en nuestra sociedad. Se elimina a Dios y el hombre se elimina a si mismo, eliminando a los demás. Por este camino solo cabe «el grito», el grito de nuestra oración.

Esta semana, la Semana Santo podemos, y debemos, contemplar al Hombre, a Aquel que nos da la talla del verdadero hombre, a quien nos pone en el camino de una auténtica humanidad. A Cristo, el Señor.

Esta Semana deberíamos hacer nuestro un poco más el grito del Cristo doliente, del hombre doliente de nuestra sociedad. Es algo que escapa a nuestros recursos o posibilidades de solución, pero por lo menos desde nuestra confusión e impotencia hagamos nuestra oración gritando al Señor. Por un hombre más humano. Por una sociedad más justa y más humana.

21 de marzo de 2013

EL TRÁNSITO DE NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD


Homilía predicada por el P. José Alegre, abad
Gen 12,1-4; Sal 15,1-2.5.7-8.11; Jn 17,20-26

El salmo 15 es uno de los más bellos del Salterio. Viene a ser la historia de un hombre contento y feliz con su Dios. El salmista se ha mantenido al margen de toda idolatría y canta la dicha que supone permanecer siempre fiel al Señor. Él está con el Señor, bajo su dominio. Pero no es un dominio que humilla, que oprime, sino al contrario, eleva, libera y da vida. Yo diría: es el dominio del amor. No hay nada que pueda compararse a la alegría que proporciona el hecho de haber elegido a Dios como razón de su vida.

Este flash del salmo 15 es una imagen preciosa que podemos aplicar a san Benito en esta fiesta de su Tránsito. Por esto mismo la liturgia de hoy lo ha tenido en cuenta. La imagen de un gran hombre que vive su vida en el esfuerzo diario de centrarla en Dios. Un esfuerzo que podría empezar cada día con el primer verso del salmo que alguien ha dicho que «es uno de los más bellos gritos humanos del salterio». El grito de un hombre que se refugia en Dios. Que no se ha refugiado en instituciones, ni en amigos, sino sólo en Dios. Y viene a decirnos: ¡me ha ido muy bien!

Esto es algo que podemos afirmar de san Benito, contemplando las diversas vicisitudes de su vida, y su proyección mediante su Regla a lo largo de la historia humana y de la vida monástica en concreto.

«Yo digo al Señor: tú eres mi bien». Y esto es lo que contemplamos en la vida de Benito. Escucha la llamada de Dios, como Abraham, y marcha de su casa, de sus estudios, de los suyos… Y Dios le bendecirá, una bendición que llega no de acuerdo al tiempo del hombre, sino en razón del tiempo de Dios, que utiliza otra medida.

Cuando uno emprende un camino tal, ya no marcha sólo; Dios le acompaña, y hace un camino vivido en un diálogo permanente con el Señor. Abriendo el corazón a Dios con sus inquietudes, sus deseos, sus peticiones, pero no como «un objeto de sus deseos», sino movido siempre por el deseo absoluto y definitivo que es Dios. Que es como debe ser Dios para cada uno de nosotros: No un objeto de deseo, sino amigo entrañable que llena nuestro corazón.

Caminar, vivir en este diálogo de vida con el Señor, como nos enseña el Salmista, sería vivir una experiencia semejante, pero personal nuestra, como nos sugiere también la experiencia del poeta Paul Claudel cuando escribe: «¡Señor, qué bien se está contigo!, ¡acogido bajo tu sombra! ¡Escúchame, que yo te hablaré muy suave y bajito, para que lo oigas tú solo! ¡Oh maestro, me siento correspondido con muy poco! Yo te doy gracias, como en una mutua comprensión de amigos. Lléname de delicias con tu Rostro adonde convergen todos los caminos».

Es todo un diálogo con el Señor envuelto en una profunda ternura, que se despierta en el salmista. Profunda ternura y emoción el comentario del poeta que manifiesta una relación íntima, muy sensible con el Señor, que no le abandona. Hasta que llega la noche y continua con esa experiencia; una emoción que no le deja dormir. Es la emoción de la esposa del Cantar: «estaba durmiendo, pero mi corazón vela» (Ct 5,2).

Cristo nuestro Señor y nuestro amigo, pide al Padre en la última Cena que lleguemos a vivir esta experiencia de su amor. Benito llega a vivirla. Pero una experiencia individual del amor de Dios muestra su autenticidad cuando finaliza en una comunión de amor. Por esto, la experiencia de Benito desembocará en la experiencia de una rica tradición monástica que tenemos como responsabilidad de vivir y transmitir.

19 de marzo de 2013

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«”José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21). En estas palabras se halla el núcleo central de la verdad bíblica sobre san José, el momento de su existencia al que se refieren particularmente los Padres de la Iglesia».

Así centraba Juan Pablo II su Exhortación Apostólica sobre la figura de san José en la vida de Cristo y de la Iglesia.

Un texto del evangelio de hoy que comentan de forma especial los Padres de la Iglesia. Este comentario de los Padres, viene a girar en torno al mensaje que recoge la celebración litúrgica de la Eucaristía, y que yo recogería en varias y breves palabras:

Servidor fiel y prudente
Custodio del Misterio de nuestra salvación
Confianza
Varón justo

Y todas estas actitudes vividas en un elocuente silencio; un silencio que le permite abrirse en profundidad al Misterio divino que se manifiesta como salvación entre nosotros.

Es interesante el paralelismo que hace san Bernardo con el patriarca José del AT, vendido como esclavo en Egipto: «al patriarca José se le concedió el don de leer los misterios de los sueños; a san José se le infunde la gracia de conocer y participar activamente en los misterios divinos. Aquel, almacenó trigo para todo el pueblo; éste, recibió el pan del cielo y lo guardó para sí y para todo el mundo. Realmente este José, con el que se desposó la Madre del Salvador, fue un siervo fiel y cumplidor. Digo fiel y cumplidor porque Dios le confió a su Madre para consolarla, proporcionarle el sustento y finalmente para designarlo sobre la tierra a él sólo como único colaborador de su gran consejo». (En alabanza a la Virgen Madre, 15s)

Por añadidura se nos dice que era de la estirpe de David. Es noble de linaje, pero más noble es su espíritu. Hijo de David por su fe, su santidad, su entrega. Es decir que el Señor, como a otro David lo vio según su corazón, y le confió el secreto y sacratísimo misterio de su corazón. Como al mismo David, le reveló los misterios ocultos de su Sabiduría y le hizo confidente del misterio ignorado por todos los grandes del mundo. Finalmente, le concedió no ya contemplar y escuchar, sino hasta tener en sus brazos, llevar de la mano, abrazar, alimentar y custodiar al mismo que tantos reyes y profetas desearon ver y no lo vieron, anhelaron oír y no lo oyeron.

Y toda esta vivencia y experiencia del Misterio de Dios que tiene lugar en la vida de san José, que le lleva a ser custodio del Misterio de un Dios hecho hombre, custodia vivida con fidelidad y prudencia, la vive en el silencio. De san José el evangelio no ha recogido palabra alguna, solamente el gesto. El evangelio habla solo de lo que san José hizo, no de lo que habló; pero esto nos permite descubrir en sus acciones ocultas por su silencio, un clima de profunda contemplación.

Gracias a este silencio podemos descubrir el perfil interior de su persona. Gracias a este silencio, de una especial elocuencia, podemos leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él hace el evangelio: el justo. Era un hombre bueno, justo.

Es importante el gesto, hoy, en nuestro tiempo en que la palabra es tan fácil, en que estamos envueltos en palabras, con frecuencia palabras hermosas pero que no van subrayadas por el gesto, y el perfil de una vida buena y justa. Tenemos necesidad del ejemplo de san José, pues nosotros somos hoy, responsables del Misterio de Dios que se prolonga en la vida de la Iglesia, de sus miembros que somos nosotros, para que continúe dando luz al mundo. El papa Benedicto XVI enseñaba que «el ejemplo de san José es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos ha asignado». (Benedicto XVI, Angelus 19.3.2006)

Las tareas son diversas: una vida monástica, una vida de familia, un trabajo concreto… pero siempre, como creyentes en un Dios que nos ha amado primero, y que ha revestido su amor de un amor humano, para ponerse en nuestras manos, y siempre somos llamados a ser custodios y testigos fieles de este misterio.

Que el gesto elocuente del silencio de san José ante el Misterio divino sea para nosotros una luz que nos lleve a abrir el corazón a este misterio y a vivirlo, como él con fidelidad y prudencia.