5 de abril de 2015

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

«Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc 3,19).

Esta noche estamos sentados en la mesa del Señor. La Eucaristía. La cena de Señor. Con una prolongada sobremesa. Yo diría una cena con unos interesantes relatos de familia; relatos que nos hablan de la relación de Dios con nosotros los hombres, relatos entrañables que nos hablan del amor de Dios, de lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros.

El primer relato nos habló de la creación de un planeta lleno de belleza, como la casa que Dios nos preparó con toda su ternura para que la habitáramos felizmente, pero que no la estamos cuidando todo lo bien que se merece.

Después ya metidos en la historia humana hemos escuchados dos relatos de amistad de Dios con el hombre. Dios busca, desea la amistad de su criatura más querida: la persona humana. Dios siempre es fiel en su amistad, y en ocasiones pone a prueba nuestra fidelidad como lo hizo con Abraham

Renovará su amistad a lo largo de la historia como lo hizo con Moisés llamado también «el amigo de Dios» y nos da a conocer que el horizonte divino, su voluntad es que los hombres vayan siempre por los caminos de la libertad. En Dios encontramos el verdadero camino de libertad.

Dos profetas: Isaías y Baruc nos dibujan el camino de nuestra amistad con Dios que se muestra como un marido eternamente enamorado, que a veces, es verdad juega con nosotros, en su amor con la humanidad, apartándose, escondiendo su mirada, para excitar nuestro deseo de él que quiere guardarnos como en un recinto de piedras preciosas, en un ambiente de permanente belleza. Así es el designio de Dios, un Dios de paz, de vida larga, buena, eterna, bañada de luz esplendente de mediodía, que desea lo mismo para nosotros sus amigos.

Otro relato de Isaías en esta noche nos recuerda que Dios hace un pacto, una nueva alianza con la humanidad, para que nunca nos falte la confianza de buscar su presencia, de saciarnos de su presencia, de escucharlo para que nuestros pensamientos sean los suyos, y nuestros caminos sean los de él. Por esto dirá un Padre de la Iglesia, san Hilario, «que Dios viene a habitar en la mente de los creyentes, no con una venida corporal, sino penetrando en el corazón, purificándonos de nuestras pasiones, con una fuerza espiritual que nos ilumina como una luz. Un Dios, un amigo que no retornará a su estancia celestial hasta que el corazón del hombre se convierta en la casa del Señor» (Comentario al salmo 131,6-7).

Es decir, hasta que haga del corazón humano un corazón nuevo, como nos recuerda Ezequiel, para que vivamos siempre con la alegría de que el Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo, o como dice el Cantar: «yo soy para mi amado y mi amado es para mí».

Este es nuestro camino en nuestra historia, que empezó con el bautismo, como un camino de morir a lo viejo a lo que es contrario a Dios, y un camino para dejar que nazca en nosotros un corazón nuevo. Por eso esta noche recordamos aquel momento del bautismo y renovamos nuestro compromiso como cristianos.

Así seremos ese aroma que las mujeres del evangelio llevaban al sepulcro de Cristo. Pero él ya no lo necesitaba, porque había salido resucitado del sepulcro. Nosotros sí que necesitamos este aroma del evangelio, el aroma de estos relatos de amor de Dios y guardarlos en el corazón, como un fuego que nos da calor o una luz que nos ilumina.

Dios te ama y ha resucitado por ti. Canta ALELUYA.