9 de mayo de 2010

DOMINGO VI DE PASCUA (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILIA
Hech 15,1-2.22-29; Salm 66,2-8; Apoc 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29

Reflexión: La ciudad santa de Jerusalén

En el Apocalipsis no hay descenso, no hay subida. El vidente ve el cielo abierto, ve los misterios de Dios que se cumplen en la tierra; la tierra y el cielo son un único reino, el cielo y la tierra son el espacio de la revelación.

La dimensión del cosmos, la espesura del tiempo eran el muro que separaba el hombre de Dios. ¿Cuál es el largo camino del hombre hacia Dios? Una vuelta al paraíso de donde había salido al pecar, para alcanzar de nuevo la divina presencia. Pero el Apocalipsis parece que no tiene necesidad de remontar los tiempos: Dios está presente. El desenvolvimiento de la historia se hace en la presencia pura: no está sólo destinado a realizar la divina presencia; es más bien en presencia del trono del Cordero donde se desarrollan todos los acontecimientos contemplados por el Vidente. El tiempo está incluido en la pura eternidad de Dios.

El Apocalipsis siendo la revelación de Dios nos dice que este tiempo no excluye la presencia de Dios. No hay otro contenido de la historia, no hay otro contenido de la creación: toda la creación está colmada de la presencia del árbol; el árbol, en efecto, tiene las dimensiones del cosmos; y toda la historia está plena del sacrificio del Cordero.

Si el cielo y la tierra no forman sino un solo reino, la revelación que el Apóstol Juan tiene de esta presencia es necesaria para levantar los velos que esconden la presencia de Dios. Incluso para Juan esta presencia está escondida, permanece el misterio; un misterio que él revela. Tal es el contenido del Apocalipsis, y el misterio es éste: Nosotros estamos ya en el paraíso, nosotros vivimos ya la vida divina; no una vida divina relativa, una cierta participación… sino aquella vida que es el acto eterno de Dios, aquella que es su amor absoluto, aquella que es el acto de la eternidad.

La ciudad santa del Apocalipsis es rutilante, translúcida, con el fulgor de las piedras preciosas… Imágenes materiales de la "gloria de Dios" que brilla sobre ella, y de la luz que despliega sobre todos los pueblos. Las dimensiones fantásticas, prácticamente irrealizables de la ciudad vienen a traducirnos la perfección suprema. Las puertas permanecen siempre abiertas para los intercambios, en signo de acogida de las ideas fecundas y de los pueblos diversos, y también para testimoniar la voluntad de difundir la luz.

Palabra

«Unos que bajaban de Judea, se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban no podían salvarse». El pasar de la Ley al Evangelio. Un problema de los primeros años del cristianismo que lo contemplamos con naturalidad. Pero no lo es tanto. No es fácil pasar de una situación donde nos sentimos cómodos, "seguros", a otra, con unos horizontes nuevos, más amplios, en que la confianza la tiene que poner tú, ya no te la proporciona el cumplimiento de una ley. Podemos percibir un poco la dimensión de este problema si pensamos, por ejemplo en los problemas que ha habido y hay todavía, después de más de 40 años con la renovación conciliar del Concilio Vaticano II.

«La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero». «El Señor es mi luz», recitamos en un salmo. O también: «el Señor me ilumina y me salva», o sea que ya ahora podemos empezar la experiencia de esa ciudad nueva bajada del cielo. Ya ahora podemos disfrutar de la luz de Dios. Porque ya lo sugerimos en la "reflexión" de antes: En el Apocalipsis no hay descenso, no hay subida. El vidente ve el cielo abierto, ve los misterios de Dios que se cumplen en la tierra; la tierra y el cielo son un único reino, el cielo y la tierra son el espacio de la revelación.

«El que ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos y haremos morada en Él». Nueva pista del evangelio para decirnos que ya es actual la presencia de Dios. Que la ciudad celestial ya está en la ciudad terrena o viceversa: "guardar la palabra" es el camino.

«La paz os dejo mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo». El mundo no acaba de encontrar los caminos que llevan a la paz. El mundo tiene unos caminos en los cuales no hay manera de encontrar la paz. ¿Por qué no probamos los caminos del Señor que nos ofrece la paz, pero por otros caminos diversos de los del mundo?

Sabiduría en la Palabra

«¿Cuál es la perfección del amor? Amar a los enemigos, y amarlos hasta hacer de ellos hermanos. Pues nuestro amor no puede reducirse a ser carnal. ¿Deseas a un amigo tuyo la vida? Haces bien. ¿Te alegras con la muerte de un enemigo tuyo? Haces mal. Aunque quizás aquella vida que tú le deseas a tu amigo es para él inútil, y, en cambio, es útil para tu enemigo la muerte con la que te alegras. Es incierto si esta vida resulta para alguien útil o inútil; en cambio, la vida junto a Dios es útil con seguridad. Ama a tus enemigos como a tus hermanos; ama a tus enemigos de modo que se sientan llamados a tu compañía». (San Agustín, Comentario a la 1ª carta de Juan)

«Empieza por tener paz en ti mismo, y así podrás dar paz a los demás». (San Ambrosio, Catena Aurea, vol. I)

«No se contenta el Señor con eliminar toda discusión y enemistad de unos con otros, sino que nos pide algo más: que tratemos de poner paz entre los desunidos». (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre san Mateo, 15)