23 de mayo de 2010

DOMINGO DE PENTECOSTES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«Un hombre, que regularmente asistía a las reuniones de un grupo de amigos, sin ningún aviso dejó de participar. Después de algunas semanas, un amigo del grupo decidió visitarlo. Era una noche muy fría. El amigo lo encontró en la casa, solo, sentado delante de la chimenea, donde ardía un fuego brillante y acogedor. Adivinando la razón de la visita de su amigo le dio la bienvenida, lo condujo a una silla grande cerca de la chimenea y se quedó quieto, esperando. Se hizo un grave silencio. Los dos hombres sólo contemplaban la danza de las llamas en torno de los troncos de leña que ardían. Al cabo de algunos minutos, el amigo examinó las brasas que se formaron y cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas, empujándola hacia un lado. Volvió entonces a sentarse, permaneciendo silencioso e inmóvil. El anfitrión prestaba atención a todo, fascinado y quieto. Al poco rato, la llama de la brasa solitaria disminuyó, hasta que sólo hubo un brillo momentáneo y su fuego se apagó de una vez. En poco tiempo, lo que antes era una fiesta de calor y luz, ahora no pasaba de ser un negro, frío y muerto pedazo de carbón recubierto de una espesa capa de ceniza grisácea. Ninguna palabra había sido dicha desde el protocolario saludo inicial entre los dos amigos.
Antes de prepararse para salir, manipuló nuevamente el carbón frío e inútil, colocándolo de nuevo en el medio del fuego. Casi inmediatamente se volvió a encender, alimentado por el calor de los carbones ardientes en torno de él. Cuando alcanzó la puerta para partir, su anfitrión le dijo: —Gracias por tu visita y por el bellísimo sermón. Regresaré al grupo de amigos. ¡Podéis contar conmigo!»

Yo diría que como trasfondo de este relato podemos contemplar la primera lectura, donde hay un grupo de amigos, los discípulos de Jesús, con santa María y algunas mujeres. Lo más realista es pensar que se dedicarían en tales encuentros a recordar las enseñanzas de Jesús durante su vida pública. En estos encuentros, el interior de este grupo iría subiendo de temperatura. Cada día más ardiente el fuego, más vivo. Así vemos que sucede cuando Jesús se aparece personalmente a alguno de ellos o de ellas. El corazón empieza a arder por dentro, hasta que llega el momento de presentarse todo el grupo ante los judíos devotos de todas las naciones de la tierra.

Yo creo que empiezan a comprender muchas de las enseñanzas de Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras que decían: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Y quien está en medio de ellos es Alguien que ama hasta el extremo, lleva el amor hasta las últimas consecuencias. Quienes se presentan esta mañana ante los judíos, llegarán en su amor también hasta el extremo, como buenos discípulos del Maestro.

Procedentes de todas las naciones les entienden. ¿Quién no entiende el amor vivido y testimoniado hasta el extremo? Es fuego que consume y despierta el deseo de consumirse. Porque estamos hechos por el Amor y para el Amor. «Predestinados ya antes de la creación del mundo a estar consagrados por el amor», dice san Pablo.

Y comienzan con decisión y generosidad el camino programado en la lectura segunda, donde se habla de unidad y de diversidad, muy en consonancia de la presencia del Espíritu Santo. Son dos palabras que los hombres nos cuesta llegar a asumirlas. Las vemos contradictorias. El hombre si tiene el poder busca esa unidad mediante la cual tenga un dominio del ambiente. La diversidad la encuentra peligrosa para su situación de privilegio. Puede surgir una contestación que no llegue a dominar. En resumen es una actitud propia de una persona corta.

Los que están en el otro terreno, el de la diversidad, temen que se les recorten sus libertades, que se diluya su riqueza personal.

Es la misma sintonía o tensión que puede haber entre las palabras individuo y comunidad. La persona solo se realiza plenamente en un ambiente comunitario; puede, en su egoísmo aprovecharse de la comunidad, pero también con ello a la corta se empobrece. La comunidad debe tener en cuenta la riqueza de cada persona, respetar la individualidad de cada uno e invitar a ponerlo al servicio de la comunidad. A la vez, la persona es consciente de que ahí el verdadero camino de su realización.

Es la sabiduría de la segunda lectura: «diversidad de dones, de servicios, de funciones, pero un mismo origen de todo, una misma fuente, un mismo fuego, un mismo Dios».

Un ejemplo muy expresivo del equilibrio entre la persona y la comunidad lo tenemos en la Regla. Además la Regla nos pone como punto principal de referencia a Cristo: «Escucha la invitación del Maestro. Renunciar a la propia voluntad, para militar bajo Cristo. En su bondad nos muestra el camino de la vida. Que Él nos lleve a todos juntos a la vida».

Tener como referencia a Cristo, es tener en cuenta sus enseñanzas, sus gestos… toda su vida… Fácilmente podemos comprender, si esto es así, que San Benito sugiere el camino con la invitación a la lectio divina. La lectio es el verdadero camino de encuentro con Cristo, y como los apóstoles en el evangelio, a través de este encuentro tener la paz en el corazón. Sentir como Él nos pacifica, entrando en nuestra estancia.

Y en el saludo de Jesús en el evangelio, hay un punto interesante: la recepción del Espíritu Santo, pero también la invitación a perdonar. Podemos pensar que esas palabras se refieren a la institución de la Penitencia. Es lo mismo, en cualquier caso es invitar al perdón como lo tenemos también en el Padrenuestro. La dimensión del perdón es fundamental en toda relación comunitaria para vivir con verdadera paz en el corazón y ser a la vez artífice de paz.