2 de diciembre de 2012

LA CARTA DEL ABAD

Querido Agustín:

Es gratificante volver a releer algunas cartas. Sobre todo las cartas escritas a mano. Yo defiendo siempre la importancia de escribir a mano, pues considero que es un procedimiento que nos permite recoger con más fidelidad la vibración interior. Pero estoy descubriendo que también es muy interesante releer cartas recibidas; es volver a recordar una amistad, es volver a sentir cerca a la persona amiga, incluso llegar a vivir una nueva experiencia con su carta, que es motivo de un nuevo enriquecimiento. Tanto que estoy considerando reservarme un pequeño tiempo semanal para ese «reencuentro lector» con mis amistades.

Quizás me sugieren todos estos pensamientos el hecho de que esta semana finaliza el año litúrgico, y empezamos el próximo domingo, primero de Adviento, un nuevo año. Yo diría que el Año Litúrgico es como un precioso reportaje que recoge la historia, una historia de amor, vivida entre Dios y el hombre. Que empieza con la creación de Dios, la bondad de Dios que se derrama en el tiempo, sigue con unas relaciones entre lo humano y lo divino, para culminar con la nueva creación, la del hombre nuevo, y que nos muestra dos puntos especialmente significativos: la Encarnación y la Resurrección.

Bien, pues ahora nos disponemos a releer, a celebrar, a vivir, esa carta de Dios, escrita y vivida a lo largo de siglos con su criatura humana. Esta carta de Dios, este Misterio divino es algo vivo, vibrante que invita a todos a incorporarse a un camino de vida y de amor.

Al iniciarse este tiempo de Adviento, volvemos a celebrar el mismo Misterio que hace un año, pero yo, tú, todos los humanos estamos viviendo problemas diferentes, con nuevos matices. En nuestra vida humana sigue teniendo demasiada fuerza la noche. Algo de esta noche haces referencia en tu carta: el dolor, la muerte, la violencia, la falta de fe, esperanza, las dificultades para vivir el amor… Ante este panorama agradezco tu pensamiento, tu palabra sencilla y profunda: «La Palabra de Dios, incluso silenciosa, atraviesa la noche, para engendrar después la luz verdadera que “no se apaga”».

Agustín, cuando releo esta palabra tuya en una carta recibida hace ya un tiempo, siento que mi espacio interior vibra, te siento a ti detrás de esa palabra, y no puedo dejar de conmoverme y de sentirme muy cerca de ti, y de la vibración de tu espacio interior en el momento de ponerla por escrito.

Y algo de esto me sucede ahora cuando empiezo este nuevo Año Litúrgico con el tiempo de Adviento. Vuelvo a escuchar la Palabra de Dios, a celebrarla en la Eucaristía, cada Domingo, o en las solemnidades del Misterio de Cristo, o de Santa María, o de los Santos que asimilaron y se incorporaron a este misterio de amor divino, y mi noche, mis oscuridades, o mis debilidades vuelven a conmocionarse ante la luz de la Palabra.

Esta Palabra que me asegura en este primer domingo de Adviento que tendré signos que se me mostrarán en mi camino; una Palabra que me asegura que Dios cumple su promesa, una promesa cuya realización es la presencia de justicia y derecho; una Palabra que me garantiza su gracia y su paz, y que llama a escucharla, a guardarla en el corazón, atento a que se manifieste en mi vida, como una luz para otros. Una Palabra en definitiva que me interpela para que escuche la Verdad y la lleve a mi propia vida, y no me abandone en la mentira.

En el dintel del nuevo Año contemplamos ya un Dios compasivo, humano, que nos llama a escucharle y adentrarnos en su Misterio. Feliz año,

+ P. Abad