y deseado de los pueblos,
piedra angular de la Iglesia ,
que haces de dos pueblos uno solo.
VEN y salva al hombre que
formaste del barro de la tierra.
Gracias al Mesías, vosotros, los que antes
estabais lejos estáis cerca, por la sangre del Mesías, porque él es nuestra
paz; de dos pueblos haces uno solo, creando en sí mismo una humanidad nueva,
estableciendo la paz, reconciliando por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad. Por un
mismo Espíritu tenemos acceso al Padre (Ef 2,13s)
El
deseo de unidad lo experimentamos todos en lo más profundo de nuestro ser. Aspiramos
a tener una unidad de vida en nosotros mismos. Una aspiración muy noble y muy
necesaria; y más todavía cuando hoy son numerosas las fuerzas que se proyectan
sobre nosotros, fuerzas que no siempre se orientan hacia la unificación de la
persona; tampoco hacia una relación de unidad y reconciliación con los demás.
Aún habría que añadir el problema ecológico que viene a poner de relieve la
dificultad de una unión armónica con el cosmos. Y todo esto trae la
consecuencia más grave para el hombre: el exilio de Dios en la vida del hombre.
Nuestro
Rey, el deseado de los pueblos, deseado consciente o inconscientemente, es un
artífice de unidad y reconciliación. El viene a satisfacer este deseo, a ser la
piedra, la roca como base de unidad y reconciliación con Dios, con todo lo
humano, y hasta ponernos también en comunión y sintonía con el universo cosmos.
Él,
Dios amor, viene a seducir a su criatura con el don de su amor, con la ofrenda
de un amor que quiere ser correspondido. Un Dios que, en ocasiones, se presenta
en solitario, como el Amado esperado,
¡La voz de mi amado!
Miradlo, aquí llega
saltando por los montes
brincando por lomas
(Ct 2,8)
En
otras, viene con todo un cortejo fastuoso que nos sugiere todo un plan, un
proyecto de amor con su criatura. Es una escena irreal, incluso extraña: un
cortejo sube a Jerusalén desde el desierto en medio de una nube de polvo. En
este caso una nube de polvo perfumado, una nube de mirra e incienso, y esencias
aromáticas preciosas, como nube teofánica que resguarda.
¿Qué es eso que sube del desierto,
parecido a columna de humo,
sahumado de mirra y de incienso
de polvo de aromas exóticos?
Es la litera de Salomón,
escoltada por sesenta valientes,
la flor de los valientes de Israel...
El rey Salomón
se ha hecho un palanquín
con madera del Líbano:
de plata sus columnas,
de oro su respaldo,
de púrpura su asiento;
su interior, tapizado con amor...
Salid a contemplar,
muchachas de Jerusalén,
al rey Salomón,
con la diadema con que su madre lo coronó
el día de su boda, gozo de su corazón.
Ct 3,6s)
Un
cortejo previo a una celebración nupcial, que viene con todo su esplendor y su
fasto; en él se destaca la belleza del lecho real, que quiere acrecentar el
deseo de la esposa. Una
litera que viene a significar el plan de Dios, que es un plan de amor para con
su criatura, la revelación de su deseo de incorporar la criatura a su misterio
de amor trinitario. Un cortejo victorioso defendiendo la verdad y la justicia. Al salmista,
contemplando este cortejo, se le desata la lengua que canta, la lengua que
escribe con el corazón.
Eres el más bello de los hombres,
la gracia se derrama por tus labios,
por eso Dios te bendice para siempre.
(Salm 44,3)
Y
ya no es solo el deseo de él, sino que es la seducción que provoca, que el rey
este prendado de la belleza de su criatura, y ésta, seducida por los perfumes
de la fiesta, recita sus versos:
¡Que me bese con besos de su boca!
Mejores son que el vino tus amores,
más suave el olor de tus perfumes...
(Ct 1,2)
Indícame, amor de mi alma
donde apacientas el rebaño,
donde sestea a mediodía...
(Ct 1,7)
¡La voz de mi amado!
Miradlo, aquí llega...
(Ct 2,8)
Mi amado es mío y yo de mi amado...
Estoy enferma de amor...
(Ct 2,16.5)
Nuestro
corazón está hecho para amar. Está hecho para Dios. Dios es amor. La revelación de su amor siempre es una fiesta para
su criatura, que busca estar presente en ella, como canta el Amigo:
El Amado dio una gran fiesta y reunió en torno a
Él una corte de grandes y numerosos barones, y durante el festín les hizo el
regalo de grandes dones. El Amigo acudió al festín y el Amado le dijo: ¿Quién
te ha invitado a venir a mi palacio? Y el Amigo respondió: —El amor y la
necesidad me han hecho venir para admirar tus rasgos divinos, tus grandes
seducciones y el resplandor de tu gloria.[1]
El
Amigo canta el amor seductor del Amado.
Lo
canta san Agustín escribiendo un verso de amor: «Nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que
descansa en ti». Y así empieza su obra Las Confesiones, verdadera muestra
de la seducción que el Amado despierta en su criatura.
Lo
canta, también, san Bernardo, en su obra y en sus cartas:
El esposo, que es amor, solo quiere a cambio amor
y fidelidad. No se resista, pues, la amada en corresponder a su amor. ¿Puede la
esposa dejar de amar, tratándose además de la esposa del Amor, ¿puede no ser
amado el que es el Amor por esencia?... Por eso donde hay amor, no hay
cansancio, sino sabor.[2]
Lo
canta san Juan de la Cruz derramando su nostalgia del Amado en la belleza del
cosmos:
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero:
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
Pero
lo canta sobre todo aquella que acogió este Amor en su corazón y en sus
entrañas, para revestirlo de nuestra naturaleza, lo canta aquella con su lengua
y con toda su existencia:
Proclama mi alma la grandeza del Señor
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador...
Su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación...
El
amor se convierte en melodía viva y vivida en el canto del Magníficat. El amor
despierta el deseo, el deseo lleva el amor hasta el extremo. Y el amor extremo
nos vuelve a la vida. Vida
que nace de la entraña de la muerte, como un don que se ofrece voluntariamente,
libremente. Quien da la vida desde la fuerza del amor la vuelve a recobrar.
(cf. Jn 12,25) Contemplemos pues al que es coronado de gloria. Al contemplar a
Aquel que es elevado en lo alto para atraer todo hacia él, aprendemos a amar.
Aprendemos a amar del Rey, deseado de los pueblos y piedra angular de la
Iglesia. Contemplemos el amor...
Aprendamos
de aquella de la que nace la melodía de amor más puro. Aprendamos de la que es
la primera contemplativa del amor. A mirar el amor. A contemplar el amor.
Aprendamos de quien guardó el amor con más fidelidad en su corazón. Y lo
manifestó con más generosidad. Es una sencilla y bella llamada a ser
instrumentos del amor. Y cantar el Magníficat en nuevos encuentros, y
misterios, de Visitación.