19 de junio de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo después de Pentecostés: La Santísima Trinidad

De la introducción al tratado sobre la fe, de san Gregorio de Elvira, obispo
«La sabiduría» que nosotros conocemos no es la de «este mundo», que será destruida, sino la que viene de Dios, la que nos hace entender que el Verbo de Dios es Dios, al decir: «Al principio existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Para él todo ha venido a la existencia, y nada no se hizo sin él».

Me sorprende que alguien lo haya podido entender así, como si negáramos la persona propia del Verbo, que es el Hijo, a quien, en tantos lugares, presentamos como Hijo verdadero de Padre verdadero, engendrado, no creado.

Porque he hablado de un solo Dios, piensan algunos que he negado las personas. Y también han interpretado similar lo otro que he escrito: «Nosotros decimos Padre e Hijo por lo que afirmamos un único Dios en estas personas y nombres». Y también: «Padre e Hijo, aunque son dos nombres, en la esencia y en la sustancia son una misma cosa. Y cuando me refiero al Padre y al Hijo, afirmo la unidad del linaje».

Por otra parte, ¿quién entre los católicos ignora que el Padre es verdaderamente Padre, el Hijo verdaderamente Hijo, el Espíritu Santo verdaderamente Espíritu Santo? Como dice el Señor mismo a sus apóstoles: «Id, pues, a todos los pueblos y haced discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Esta es la perfecta Trinidad que existe en la unidad -que por ello confesamos- de una sola sustancia. Ya que no introducimos división en Dios según la condición que es propia de los cuerpos materiales, sino según el poder de la naturaleza divina, y no sólo creemos que existen verdaderamente las personas que indican los nombres, sino que en testimoniamos también la unidad en la divinidad.

Además, la llamamos Padre e Hijo en la manera católica, y por tanto no podemos ni debemos decir que se trata de dos dioses. No porque el Hijo de Dios no sea Dios, sino todo lo contrario, es Dios verdadero de Dios verdadero, sino porque sabemos que el Hijo de Dios no proviene de nadie más sino del propio y único Padre, y por eso decimos que hay un solo Dios. Esto es lo que nos han transmitido los profetas y los apóstoles, y lo que el Señor mismo nos enseñó cuando dijo: «Yo y el Padre somos uno»: «uno» —como he dicho—, para indicar la unidad de la divinidad; «somos» lo atribuye, sin embargo, a las personas. Y dice también el Apóstol: «Pero para nosotros hay un solo Dios, el Padre, de quien todo proviene y hacia el que caminamos, y hay un solo Señor, Jesucristo, por el que todo existe y también nosotros existimos. Ahora bien, no todo el mundo tiene este conocimiento».

De los sermones de Juan Taulero
Es absolutamente imposible a toda inteligencia de comprender como la unidad alta y esencial de Dios es unidad simple en cuanto a la esencia, y triple con respecto a las Personas. De igual modo, es imposible de comprender cómo se distinguen las Personas, como el Padre engendra al Hijo, como el Hijo procede del Padre y, con todo, permanece en él —es al conocerse a sí mismo que el Padre pronuncia su Palabra eterna—, y como, del conocimiento que sale de él, brota un torrente de amor inexpresable que es el Espíritu Santo.

Debemos considerar, sin embargo, esta Trinidad en nosotros, hemos de darnos cuenta de cómo somos realmente hechos a su imagen, porque en el estado natural del alma encontramos la imagen misma de Dios. Esta imagen es en lo más íntimo, más secreto, más profundo del alma, allí donde el alma tiene Dios esencialmente, de una manera real y sustancial. Es allí donde Dios actúa, es allí donde expande su ser, es allí donde goza de sí mismo. Y nadie puede separar Dios de este fondo, del mismo modo que no se puede separar Dios de sí mismo. El alma, pues, posee por gracia, en lo más profundo de sí misma, todo lo que Dios tiene por naturaleza.

Nuestro Señor da testimonio cuando dice: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». Sólo está en el interior, en la parte más profunda, por encima de toda la actividad de las facultades. En esta profundidad, el Padre del cielo engendra a su Hijo único, en la mirada de una eternidad siempre nueva, en el resplandor inexpresable de sí mismo. Si alguien quiere hacer la experiencia, que se gire hacia el interior, muy por encima de toda la actividad de todas sus facultades exteriores e interiores, por encima de las imágenes y de todo lo que le haya venido de fuera. Que se sumerja y se retire al fondo. Entonces viene el poder del Padre, y el Padre llama al hombre en sí mismo por medio de su Hijo único. Y así como el Hijo nace del Padre y vuelve hacia el Padre, similar al hombre también nace, en el Hijo, del Padre, y vuelve hacia el Padre en el Hijo, haciéndose uno con él. El Espíritu Santo se expande entonces en una caridad y en una alegría inexpresables y desbordantes, que inundan y penetran el fondo del hombre.

Aquí se encuentra el testimonio verdadero: «El Espíritu Santo da testimonio a nuestro Espíritu que somos hijos de Dios».