12 de junio de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO PASCUAL
Domingo de Pentecostés

De los sermones de san León Magno, papa
No lo dudemos, hermanos queridos: cuando el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, llenó los discípulos del Señor, no fue un inicio en el don del Espíritu, sino que fue una abundancia que se adjuntó a otras manifestaciones: los patriarcas y los profetas, los sacerdotes y todos los santos que vivieron en el tiempo antiguo, todos fueron nutridos por el mismo Espíritu santificador: sin esta gracia, nunca hubiera sido instituido ningún rito, ni ningún misterio habría sido celebrado: la virtud de los carismas siempre ha sido la misma, aunque haya sido diversa la medida de los dones.

Los mismos santos apóstoles, antes de la Pasión del Señor, no estaban privados del Espíritu Santo, como tampoco esta fuerza no era ausente de las obras de nuestro Salvador. Y cuando dio a los discípulos el poder de curar las enfermedades y de sacar los demonios, les daba ciertamente la fuerza del Espíritu Santo.

Todos los que habían creído en el Señor Jesús poseían el Espíritu Santo, y los apóstoles habían recibido la potestad de perdonar los pecados cuando, después de la resurrección, el Señor había alentado sobre ellos diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo. A todos aquellos a quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; si se los retenéis, les quedan retenidos». Pero la perfección que debían recibir los discípulos exigía una gracia más alta y una efusión más abundante, para poder recibir lo que aún no les había sido dado y para poseer más excelentemente lo que ya habían recibido. Por eso el Señor les decía: «Todavía tengo muchas cosas para deciros, pero ahora os serían una carga demasiado pesada. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os conducirá hacia la verdad entera. Él no hablará por su cuenta: comunicará todo lo que sienta y os comunicará el futuro. Él me glorificará, porque lo que os anunciará lo habrá recibido de mí».

Una vez que los apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo, esto lo empezaron a querer con más ardor y lo pudieron hacer con más de eficacia, pasando del conocimiento de los preceptos al sufrimiento efectivo de los tormentos: sin temer ante la tormenta, fueron capaces de aplastar con los pies firmes en la fe las furias del mundo, y despreciando la muerte, se vieron con la fuerza de llevar a todas las naciones el evangelio de la verdad.

De los tratados Evangelio según san Juan, de san Agustín, obispo
Ha despuntado para nosotros, hermanos, este día gozoso en que la santa Iglesia resplandece a los ojos de los creyentes e inflama los corazones de todos los fieles. Hoy celebramos el día en que el Señor resucitado, glorificado y exaltado a la derecha del Padre por su ascensión al cielo, nos envió el Espíritu Santo. Hemos leído, efectivamente, el evangelio: «Si alguien tiene sed, venga a mí, y beba. Como dice la Escritura, nacerán ríos de agua viva del interior del que cree en mí. Y el evangelista añade: Decía esto refiriéndose al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Entonces aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado».

El Espíritu, como un viento que se lleva la paja separándola del grano, purificó los corazones de los apóstoles de toda impureza de la carne, ese fuego quema en ellos el heno de la antigua concupiscencia. Las diversas lenguas en las que hablaban, tras quedar llenos del Espíritu Santo, preanunciaba la Iglesia futura que debería hablar también en las lenguas de todos los pueblos del mundo. Como sabemos, después del diluvio, el orgullo humano había construido una torre altísima con la pretensión de enfrentarse al Señor, su Dios, y la humanidad se había hecho merecedora de estar dividida en diferentes lenguas, de manera que cada pueblo hablara un lenguaje propio y no fuera comprendido por otro. Ahora, en cambio, la humilde piedad de los creyentes ha reunido la dispersión de estas lenguas en la unidad de la Iglesia para que lo que la discordia había dividido fuera reconciliado por la caridad: así, los miembros dispersos de todo el género humano, como miembros de un único cuerpo, se han incorporado indisolublemente a su único jefe, que es el Cristo, gracias a la fuerza y al fuego del amor, en la unidad de su cuerpo sagrado.

Por ello debemos considerar excluidos del don del Espíritu Santo todos los que no aman la gracia de la paz y han roto los vínculos de la unidad y de la comunión. Aunque se encuentren aquí, reunidos en este día solemne con todos nosotros, aunque escuchen la promesa de la venida del Espíritu Santo, se encuentran inexorablemente abocados a la condena y no obtendrán el premio. ¿De qué sirve escuchar con las orejas lo que el corazón no quiere retener? ¿De qué les sirve, repito, celebrar la venida de aquel del que odian la luz?