26 de junio de 2011

Domingo segundo después de Pentecostés: EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Deut 8,2-3.14.16; Salm 147,12-15.19-20; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-59

El cáliz de bendición que nosotros bendecimos ¿nos une a todos? Pues, no. Quizás no somos del todo conscientes de lo que viene a ser una bendición. Estas palabras de la segunda lectura, de Pablo me ha recordado un hecho sucedido en una residencia de disminuidos: «Un sacerdote se estaba preparando para presidir una oración comunitaria cuando entró Juana, una disminuida y le pidió una bendición. El sacerdote, de forma casi automática trazó con el pulgar sobre su frente la señal de la cruz. Juana en lugar de agradecérselo protestó diciéndole: No, así no tiene valor. No es una verdadera bendición. El sacerdote dándose cuenta de lo ritualista de su bendición le dijo: Lo siento, voy a darte una bendición auténtica cuando estemos reunidos para la oración. Después de la oración comunitaria dije a todo el grupo: Juana me ha pedido una bendición especial. Siente que la necesita ahora. Cuando terminé de decir esto, sin saber realmente lo que quería Juana, ésta se levantó y avanzó hacia mí. Me rodeó con sus brazos y apoyó su cabeza en mi pecho. Sin pensarlo la cubrí con las amplias mangas de mi túnica-alba, hasta hacerla casi desaparecer por entre los pliegues de mi túnica. Y entonces, le dije: Juana, quiero que sepas que eres una hija amada de Dios. Eres preciosa a sus ojos. Tu maravillosa sonrisa, tu bondad con todas las personas de la casa y todas las cosas buenas que haces, nos hacen ver la maravillosa persona que eres. Sé que te sientes un poco deprimida estos días y que hay una tristeza en tu corazón, pero quiero que recuerdes quién eres: una persona muy especial, profundamente amada por Dios y por todas las personas que están contigo. Cuando acabé, Juana levantó su cabeza y me miro con una sonrisa que le inundaba todo el rostro, que me hizo saber que había recibido la bendición».

El cáliz y el pan de la bendición de Dios. El pan y el cáliz con los cuales Dios nos bendice, nos hace personas nuevas. Nos afirma en nuestra condición de personas amadas por Dios. Y nos pone en el camino de ser hombres nuevos que unidos a Cristo, el Hombre nuevo somos una Humanidad nueva.

Pero esta bendición de la Eucaristía es una bendición de sacristía? Es decir ¿un gesto ritual, rápido, que no llega a dejarnos una huella en nuestra vida? O es una bendición recibida en la reunión de la comunidad para celebrar el memorial del Señor. ¿Nos dejamos abrazar por Dios, envolver en su amplia túnica de amor? ¿nos atrevemos a reposar nuestra cabeza en su pecho, y escuchar sus palabras de bendición?

La respuesta depende de nosotros.

La Eucaristía es el fuego de Dios, el fuego que hizo exclamar a Jesús: «He venido a prender fuego a la tierra y ojala estuviera ya ardiendo». La Eucaristía anunciada en la liberación de la esclavitud de Egipto, en la presencia permanente de Dios con su pueblo en la travesía del desierto; presencia manifestada en la columna de fuego. Un fuego que no llegó a prender en muchos israelitas que se olvidaron de las obras de Dios, y quedaron olvidados en las arenas del desierto. La Eucaristía es el fuego de Dios en medio de nosotros. Porque Dios es amor, un amor que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado. Un fuego que alimentamos con el pan vivo de la Eucaristía. La Eucaristía es la verdadera bendición de Dios que nos alimenta y nos renueva y nos hace criaturas nuevas. Criaturas nuevas. Humanidad nueva.

¿Pero comemos este pan de vida, y bebemos de este cáliz de salvación? Porque «comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre es tener vida». Más aún, vida eterna, según nos enseña Jesús. Que todavía añade: Y yo lo resucitaré el último día. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Es decir se crea una amistad nueva con Cristo.

Ahora bien llegados aquí, hay un punto que yo no termino de aclararme: Si yo tomo el pan de vida, si yo tomo la carne y la sangre del Señor, y en virtud de ello disfruto de su amistad, y Cristo de la mía, vengo a vivir una verdadera intimidad entre El y yo. Pero esto considero que es lo mismo que sucede con cada uno de vosotros que asistís conmigo a esta celebración de la Eucaristía, del amor de un Dios que se nos entrega hasta el extremo.

Hasta aquí parece que todo es lógico, normal.

Ahora bien lo que tengo oscuro es que si yo tengo una amistad, una intimidad con Cristo que me ama hasta la muerte, y habita en mí; y este mismo Cristo hace lo mismo contigo que me estás escuchando, o que estas celebrando el mismo amor en la Eucaristía, como puedo estar sin hablarme contigo, o como puedo negarme a darte la paz… ¿Acaso no estaremos troceando a Cristo? ¿o quizás es que como Cristo es tan inmenso, al ser Dios, cada uno recibimos un trocito pequeño de él?

Quizás celebramos demasiadas Eucaristías, sin reflexionar en el tremendo Misterio de amor que se hace presente entre nosotros. Y entonces nos podemos perder la Bendición de Dios.