12 de junio de 2011

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«El Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e indivisible, reparte a cada uno la gracia que quiere. Y así como un tronco seco que recibe agua germina, del mismo modo el alma pecadora que, por la penitencia, se hace digna del Espíritu Santo, produce frutos de santidad. Llega mansa y suavemente, se le experimenta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero. Fulgurantes rayos de luz y de conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los sentimientos entrañables de un auténtico protector: pues viene a salvar, a sanar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma, primero de quien le recibe, luego mediante éste, las de los demás» (San Cirilo de Jerusalén).

Es el Espíritu de Cristo, que había dicho a sus discípulos: «conviene que yo me vaya, para que pueda venir el Defensor, que os llevará a la verdad completa».

Su presencia produce efectos diversos en nuestra vida; las consecuencias de su venida son importantes, tanto para nuestra vida personal, como para los demás con los que convivimos.

Ya lo dice el Santo Padre: «es único, indivisible, pero con efectos muy diversos». El Espíritu es el lazo amoroso que une el Padre y el Hijo. Esta claro que es un factor de unidad, de permanente reconciliación en el seno de la Trinidad. Pero la fuerza y la intensidad del amor reconciliado no pueden mantenerse en una unidad permanente y se derrama, o explota, con fuerza en dones diversos que se reparten, primero fuera de este misterio principal y único de la Trinidad, y luego en el misterio de la relación de las criaturas, sobre todo de la criatura humana.

Así lo vemos en la obra de la Encarnación. «La connotación de María como Madre de Dios remite a la totalidad del misterio trinitario. La sombra del Espíritu que cubre a María y realiza el milagro de la concepción virginal, muestra como entre el Padre que engendra al Hijo en la eternidad, y el Hijo engendrado en el tiempo y en la eternidad hay un vínculo de unidad, que es apertura al otro, al Espíritu de "comunión" y "éxtasis" de Dios. Esto nos indica que el Dios cristiano no es soledad, sino relación, no es lejanía del mundo, sino relación» (Bruno Forte, «María, icono del Misterio», p. 215).

La historia de Jesús no se puede entender sin la acción del Espíritu, como tampoco se puede entender sin el Dios al que Él llamó Padre. Una historia que muestra a este Jesús impulsado por el Espíritu que pasa entre los hombres haciendo el bien, curando, liberando… La unidad amorosa de un Dios que nos amó el primero se desborda en el don de un servicio que lleva con la fuerza del Espíritu, el amor hasta el extremo.

Jesús mediante su servicio amoroso aglutinará en torno a su persona a sus discípulos, que se abrirán a la verdad completa cuando la venida del Espíritu Santo les lleve al conocimiento del misterio divino, el misterio trinitario. La vida de esta primera comunidad, como nos lo describe el libro de los Hechos, nace y se desarrolla con la fuerza del Espíritu Santo, que derrama su fuego sobre judíos devotos de todas las naciones de la tierra.

Nueva diversificación de los dones de Dios sobre los miembros del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, que suscitará en estos miembros un esfuerzo permanente de servicio y comunión, bajo el impulso del Espíritu Santo.

Esta solemnidad de Pentecostés nos ofrece el inestimable don de comprender, que todo, en relación a la vida divina, es uno y diverso. Unidad y diversidad que nace del mismo misterio divino. «Diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de servicios, pero un mismo Señor; diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos».

Dos palabras que nos cuesta comprender y aceptar en la vida humana, e incluso en una comunidad religiosa. Dos palabras que van enlazadas y se complementan en la gran riqueza de vida que encierran. Dos palabras que van íntimamente unidas a la recepción de los dones del Espíritu, que reparte dichos dones según la fe de sus siervos, como cantamos en la Secuencia, el esfuerzo de una respuesta que nace de esa fe, cuyo fruto es el amor, un amor que nos lleva al servicio, y un servicio que nos da como fruto precioso la paz. Esta paz que el resucitado transmite en su repetido saludo cuando viene a los suyos.

La fragancia de nuestra vida debe ser esta paz, nuestro corazón pacificado. Esto nos pide tener una permanente actitud de escucha. Para percibir primero ese Espíritu que llega mansa y suavemente, que viene «a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma». Por esto si queremos que nos ilumine y nos dirija la sabiduría y fuerza del Espíritu, debemos tener cada día abierto el oído, para escucharle, y con su luz ser después luz y consuelo para los demás.

El filósofo Berdiáyev dice: «El hombre se define como una persona libre, con unos principios espirituales y éticos. Obra como si escuchases la llamada de Dios, como si estuvieras invitado a cooperar en su obra; hazlo con un acto libre y creador».

Pero no debemos decir obra «como si» pues de hecho así hemos sido llamados a obrar como cooperadores suyos. Y los somos cuando nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, que nos lleva por caminos de unidad y diversidad en los cuales tenemos la oportunidad de gozar de una verdadera y profunda paz.