17 de abril de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA LA SEMANA SANTA
Domingo de Ramos. La Pasión del Señor

De los sermones de san Andrés de Creta, obispo
Venid, subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que hoy vuelve de Betania para dirigirse voluntariamente a esa pasión venerable y santa, porque quiere cumplir íntegramente el misterio de nuestra salvación.

Viene, y por propia voluntad sube a Jerusalén, él que por nosotros bajó del cielo, para elevar con él los que estábamos caídos; elevarnos, como dice la Escritura, «por encima de todos los gobernantes y de quienes tienen autoridad, poder o señorío, por encima de todos los títulos que se pueden dar». Y no viene para conquistar la gloria, con pompa y fastuosidad: «No discute ni alza la voz, no se hace sentir por las calles», sino que es manso y humilde, y entra con traje sencillo y como un pobre.

Corramos junto con todo el que no sabe de la pasión; imitemos a quienes le salieron al encuentro; no extendamos ante él ni ramas de olivo, ni tapices o vestidos, ni ramos de palma por el camino; ofrezcámonos a nosotros mismos lo más posible por la humildad de nuestra alma y la rectitud de nuestro pensamiento y propósito, así recibiremos la Palabra que nos viene, y Dios, que no tiene cabida en ninguna parte, morará en nosotros.

Es que el Señor se complace en hacerse así manso por nosotros, él que es suave y sube sobre el ocaso de nuestro hundimiento, se complace en venir ya dialogar con nosotros, para atraernos y ensalzarnos mediante la familiaridad que tiene con nosotros.

Del comentario al Diatésaron, de san Efrén (XX, 22-26)
«Junto con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: Ha sido contado entre los malhechores». Uno de ellos, que hablaba como un circunciso, le decía: «¿No eres tú el Mesías?» Es decir, rey según el concepto de realeza que tenían los circuncisos perseguidores. Pero el otro, hablando como un incircunciso, le suplicaba: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». También los incircuncisos habían escrito: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Los incircuncisos proclamaban que Cristo era el rey de los judíos, no el suyo; los judíos, en cambio, proclamaban que su rey era el César, el rey de las naciones extranjeras. El pueblo que proclamaba un reino perecedero compartió la caducidad; mientras que quienes proclamaron el reino verdadero, ahora entran en el paraíso, según la promesa del Señor.

«¿No eres tú el Mesías?» —decía—. «Sálvate a ti mismo ya nosotros». Sin embargo, el Señor no lo sacó de la cruz, en contra de lo que pedía, y ello con el fin de exaltar el otro, el que se encontraba a la derecha de su cruz y creía en el crucificado. Le hubiera sido muy fácil, obrando algún milagro, de ganárselo como discípulo! En cambio, Jesús realizó un milagro mucho mayor que el de obligar, al que negaba la verdad, a adorarlo. Por eso el Apóstol dice: «Lo que parece débil en la obra de Dios es más fuerte que los hombres». Él ha sometido todos los pueblos a la debilidad de la cruz. Extiende, pues, tus brazos hacia la cruz, y el Señor crucificado extenderá sus brazos hacia ti.

«Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». El ladrón decía esto porque veía, con los ojos de la fe, la dignidad de nuestro Señor en lugar de su ignominia, y su gloria en lugar de su humillación. Esto que veo ahora: los clavos, la cruz, no me hace olvidar lo que vendrá después, cuando todo se habrá consumado, y que, por ahora, queda escondido: su reino y su gloria.

Nuestro Señor vio que tenía más fe que no muchos y que no se preocupaba tanto de los sufrimientos como de la remisión de sus pecados, por lo cual lo exaltó por encima de muchos. Ya que no le pidió una recompensa inmediata; por su fe —ladrón como era, aparecía a sus propios ojos como abyecto y vil— nuestro Señor anticipó sus dones y le hizo una promesa, de hecho, inminente: «Hoy», y no al final de los tiempos. Manifestó así la riqueza de su ternura, pues, en el preciso momento que el ladrón le confió su fe, le recompensó. Le concedió gratis sus dones inmensos, echó sobre él sus tesoros, se lo llevó a toda prisa a su jardín y, habiéndolo introducido, le confió todos sus bienes: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Fue pues, un ladrón, y no un justo, quien abrió el paraíso. Había sido cerrado por Adán, primero justo y después pecador, ahora es un pecador que se convierta quien, victorioso, lo vuelve a abrir. Los judíos habían preferido un bandolero al Señor, ahora el Señor escoge un bandolero y los rechaza a ellos.