3 de abril de 2011

LA CARTA DEL ABAD

Querido Agustín,

Muchas gracias por tus deseos de bendición sobre mi vida y sobre el monasterio. Una bendición que nos llega a través de la palabra como me sugieres en tu escrito: «la Palabra de Dios, incluso silenciosa, atraviesa la noche para engendrar después (y en ella) la Luz verdadera que no se apaga».

Una buena palabra siempre es y será una buena bendición. Las buenas palabras nacen de un buen silencio y siempre llevan adherido a ellas algo de ese silencio que las hace buenas. Necesitamos cada día una buena palabra. Tú me la envías cuando estás viviendo situaciones muy diversas:

Tú, un cristiano laico y comprometido en tu fe, que estás metido a estudiar un documento bíblico, y en griego… Esto es buscar la luz intentando penetrar más y mejor en los secretos de la Palabra que se manifiesta al corazón que la busca y nos deja en el corazón una luz y sabiduría nuevas.

Tú, un cristiano, que estás viviendo también un momento difícil, como lo es siempre el dolor de la enfermedad grave de un familiar muy cercano.

Agustín, hay mucha oscuridad en nuestra sociedad: guerras, hambre, terremotos, droga, esclavitud, explotación humana pura y dura, enfermedades… Necesitamos todos, de esa bendición de Dios, que nos llega mediante su Palabra.

La primera palabra que pronuncio Dios es: «Luz». Es su primera bendición: «Que exista la luz». Así empieza el primer libro de la Sagrada Escritura, el Génesis, y ya todo lo que viene después va a ser una permanente tensión entre esta «luz que era buena», como subraya la página sagrada, y las tinieblas que a partir de este momento van a intentar arrinconarla. Y, siempre en medio de esta tensión Dios tiene a punto su bendición para el hombre, como el Padre de la Parábola de Hijo pródigo. Este es nuestro Dios.

El corazón del hombre, en cambio, confuso, inquieto, desorientado… alienado hacia fuera. Falto de sabiduría, de luz, de profundidad. Por ello, el hombre mira las apariencias, mientras que el Señor mira el corazón. Diría más: el Señor mira desde el corazón. Él está instalado en tu corazón, como fuente de luz. Lo comprendió bien un ansioso buscador de Dios como era Unamuno, cuando escribía estos versos:

«Aquietado el corazón en sí
su luz derrama.
La luz de Dios se espeja como un foco
dentro del corazón».

Lo dice el mismo Dios a través de la Palabra de Cristo: «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Pero hace también una advertencia seria que haríamos bien de no olvidar, pues es también para nosotros: «Para un juicio he venido a este mundo: para que lo que no ven, vean, y los que ven se queden ciegos».

Somos luz en el Señor. ¿qué haces con la luz?, ¿como nos situamos en la oscuridad de esta sociedad?, ¿optando por seguir dormidos?... La Palabra nos invita a despertar: «Despierta tú que duermes y el Señor será tu luz». La luz que provoca la primera palabra de Dios todavía esta entre nosotros; es más la ha plantado en el corazón. Pero el corazón dormido no puede gozar de la luz.

Agustín, que las circunstancias difíciles de la vida te ayuden a despertar la luz del corazón. Un abrazo,

+ P. Abad