26 de enero de 2011

SAN ROBERTO, SAN ALBERICO Y SAN ESTEBAN, ABADES DE CISTER

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Eclo 44, 1.10-15; Sal 149 1-6.9; Hebr 11, 1-2.8-16; Mc 10, 24-30

«A continuación el Abad y sus hermanos, sin olvidarse de su promesa, determinaron unánimemente establecer y guardar en aquel lugar la Regla de san Benito, rechazando cualquier cosa que pudiera oponerse a la Regla, esto es, flecos, pellizas, telas y aún capuchas y calzones, sábanas y cobertores, jergones de paja y diversos platos de manjares en el refectorio, grasa y todo lo demás que era contrario a la pureza de la Regla. De este modo, teniendo en todo como norma de conducta para su vida la rectitud de la Regla, se amoldaron a ella y se conformaron a sus huellas, tanto en las observancias eclesiásticas como en las demás. Despojados del hombre viejo, se gozaban de haberse vestido del nuevo. Serán ajenos a la conducta del mundo, la sabiduría del mundo no debe estar en la vida del monje. Ser consecuentes con la etimología del nombre».

Búsqueda del modo y tipo de trabajo para sustentarse a sí mismos y a los huéspedes. Toman conversos laicos, obreros a sueldo. Aceptan tierras alejadas de las poblaciones, ganados… (Exordio Parvo, Cap. 15)

Yo creo que nos puede hacer bien, recordar esta sabiduría de la Regla que nuestros PP. Fundadores querían asumir en su nueva vida, una fidelidad a la Regla para ir logrando en su camino monástico el despojo de su hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, según Cristo.

Lo hicieron bien. Por eso como nos invita la Palabra de Dios, en el libro del Eclesiástico: «hacemos el elogio de los hombres de bien». Pero esto no es un elogio fúnebre, como suele hacerse cuando en la homilía de un funeral recordamos aspectos positivos de la vida del difunto. O en la sepultura de un no creyente se hace un elogio de su obra, leyendo fragmentos de sus escritos.

En estos elogios las palabras pasan, y el difunto es olvidado, y la vida sigue…

Nosotros hacemos el elogio de unos hombres de bien, nuestros Santos Fundadores, de los cuales su obra no ha pasado, y las palabras permanecen.

Hacemos el elogio de unos hombres de bien, cuya esperanza no se ha acabado. Hacemos el elogio de unos hombres, cuyos bienes perduran en su descendencia. El elogio de unos hombres que vivieron fieles a la amistad íntima con Dios, amistad que han recibido sus nietos. Hacemos el elogio de unos hombres de bien que en éste y en otros muchos monasterios recordamos año tras año, para contar y celebrar la sabiduría con la que vivieron, en circunstancias muy duras y difíciles. Hacemos el elogio de los Santos Fundadores Roberto, Alberico y Esteban, porque recordando la caridad con la que vivieron queremos pregonar y celebrar la alabanza a Dios, y ser testigos del amor que les hizo a ellos vivir y morir en paz.

Hacemos, hoy, nuestro elogio en torno a las figuras de estos tres monjes antepasados. Hacemos el elogio celebrando el mismo amor que ellos vivieron en torno a la mesa de la Eucaristía.
Pero nuestro elogio fúnebre puede ser como en esos funerales, donde se leen trozos literarios elegidos, poemas bellos, alabanzas vibrantes… palabras, palabras, que quedan abandonadas, disueltas, silenciadas… en la soledad del cementerio.
También nuestro elogio puede ser diferente, porque su obra no ha pasado, y las palabras permanecen.

Su obra no ha pasado, y las palabras permanecen… Y alguno me dirá, o más bien muchos dicen: pero por poco tiempo. No hay vocaciones, no hay futuro, en la Iglesia, y por supuesto tampoco en los monasterios.

Estas expresiones son propias de quienes son servidores del vientre, de su vientre, o de lo que gozan del placer estético de un bello poema declamado al borde de una tumba abierta, que ya nadie escucha. O que ignoran que el futuro del hombre, de la historia, y por tanto el futuro de la Iglesia y de la vida monástica es Dios. Y si este futuro no es Dios, no hay futuro para nadie.

La obra de estos hombres de bien no ha pasado, permanecen sus palabras, esta viva su obra. Esta es mi afirmación cierta, convencida. Esta afirmación es también la de aquellos que dan la respuesta de una vida monástica fiel al evangelio, a la Regla, a nuestros antepasados.

¿Es también la tuya, tú que también dices celebrar a estos hombres de bien?

Nuestra respuesta está en nuestra fe. La fe, que, como nos ha dicho la misma Palabra de Dios, es un anticipo de lo que se espera.

¿Tienes el resguardo de este anticipo en los bolsillos de tu hábito?

Por la fe se responde a la llamada de Dios, se sale, para caminar, sin saber a donde vas. Pero no me entendáis mal: no respondemos a la llamada de Dios saliendo del monasterio para caminar hacia horizontes donde no vamos a encontrar nada, sino que respondemos saliendo de nosotros mismos para caminar hacia el corazón del otro, en el corazón de la comunidad. Dicho así, hermanos, son palabras muy bonitas ¿verdad? Pero quien haya intentado vivirlas, o intenta en este tiempo vivirlas, quizás son muchos los que no las viven, saben que no son fáciles, no son bonitas en la práctica, sino duras, difíciles. Pero quien se atreve a vivirlas experimenta un nuevo vigor. Sabe lo que es vivir de la fe. Y no olvidemos que el justo vive de la fe.

Pero para experimentar este nuevo vigor es preciso adelgazar. O no pasamos por el ojo de la aguja. Estamos demasiado gruesos. En el Exordio hablaba de prescindir de las grasas. Hay grasas muy diversas de las que tenemos necesidad de prescindir. O no pasaremos por el ojo de la aguja, que es la puerta de entrada al Reino. Que no hemos de pensar que simplemente es una metáfora, pues cuando se espantan los discípulos y preguntan: ¿entonces, quien puede salvarse? Jesús responde que es imposible para los hombres, pero no para Dios. Pero este trabajo no lo va a hacer solo Dios. Nosotros somos llamados a poner de nuestra parte. Es la parte que nos exige nuestra fe. Ya habéis oído la respuesta de Pedro: Mira, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido…

Nosotros, ¿verdaderamente lo hemos dejado todo? O ¿nos sobran todavía muchas grasas para facilitar la obra de Dios?

Yo creo que esta fiesta es también una óptima ocasión para volver a hacer, personalmente, un repaso al capítulo 7 de la Regla, deteniéndonos, sobre todo, en los grados seis y siete de la humildad. O si lo preferís dedicar un tiempo a lo que tiene que ser el pan nuestro de cada día: la contemplación de la humildad de Cristo en la Cruz.