6 de enero de 2011

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 60,1-6; Salm 712.7-13; Ef 3,2-3.5-6; Mt 2,1-12

Celebramos la solemnidad de Epifanía. Una fiesta navideña que nos trae el mensaje de la salvación para todos los pueblos: «Todos los pueblos tienen parte en la misma herencia, todos forman un solo cuerpo y participan de la misma promesa», según hemos escuchado en la lectura de san Pablo.

Así de clara y luminosa es la Palabra de Dios: «Todos los pueblos formamos un solo cuerpo». Pero como malos escolásticos tenemos la tendencia a los apéndices defectuosos. Y solemos añadir: «Todos los pueblos un solo cuerpo… pero todavía hay clases». Y en el fondo lo que nos creemos es lo que añadimos nosotros: todavía hay clases. Nuestra situación no se contempla ahí en lo de un solo cuerpo… Es decir, que no lo terminamos de creer, por lo menos si se trata de contemplar y aceptar ciertas consecuencias en nuestra vida creyente.

Y de este modo nuestra vida se mueve en la contradicción como pez en el agua, como si ese fuera nuestro ambiente evangélico normal.

Por ello, sucede que la contradicción se hace extensa a múltiples matices evangélicos:

Predicamos una moral sexual con una fuerte exigencia y caemos por las sendas de la pederastia.

Somos cristianos de misa y comunión diaria, como Dios manda, y nos creemos los mejores, pero desconocemos la Palabra de Dios que dice que Dios acoge a todo el que cree en él y practica la justicia.

Creemos tener una mirada penetrante y segura para lanzar mi juicio personal inapelable, pero olvidamos que contradecimos la misma Palabra de Jesús que nos recomienda vivamente no juzgar, y ya no digo la Palabra del Antiguo Testamento donde Dios nos asegura que los hombres miramos siempre las apariencias, y solo Él mira el corazón.

Pero la contradicción más viva en esta fiesta quizás lo tenemos hoy en las abarrotadas calles de nuestras ciudades transformadas por la sonrisa y la ilusión de miles de niños, que contemplan un nuevo año la llegada de los Reyes Magos, de los Sabios de Oriente.

Hoy queremos hacer protagonistas a los niños con lo caros y sofisticados regalos que les hacemos, y con los cuales pretendemos hacerlos felices. Pero esta no es la realidad. Lo que buscamos quizás es tranquilizar una conciencia culpable. Pues, más bien ésta es una sociedad:

— que aparca a los niños en guarderías apenas nacen…
— una sociedad que permite la explotación de la infancia, en el trabajo, en lo sexual… en la enseñanza… Mientras se dedica a la enseñanza 6.000 millones de dólares, a los gastos militares 780.000 millones de dólares. Será normal pues que en el futuro haya más niños soldados, y sociedades violentas. No veo para qué sirven las encuestas que nos traen últimamente los periódicos sobre la baja calidad de la enseñanza, cuando somos incapaces de mirar al origen del problema. Pero así nos distraemos y lamentamos un poco.

El secreto de Dios no va por estos caminos. El secreto de Dios va por donde nos orienta la Palabra: «por el evangelio, todos los pueblos, tienen parte en la misma herencia, forman un mismo cuerpo, y compartimos la misma promesa».

¿Qué tenemos que hacer?

Si lo que nos dice Pablo nos lo creemos, debemos tomar nota de lo que dice Isaías:
«Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad las naciones. Los pueblos buscan la luz de Dios, los reyes la luz del amanecer».

Lo cual nos pide plantear nuestra vida como una lucha permanente por la luz; una tensión de lucha contra las tinieblas. Empezando en nuestra propia vida. En mi propio corazón.

La ruta la tenemos en el episodio de los Magos o Sabios de Oriente, episodio que siempre ha cautivado la imaginación de teólogos, pintores, poetas…

¿Qué quiere contarnos este episodio de los Magos?

Sencillamente viene a poner de relieve la profundidad del Misterio de Cristo en donde contemplamos una vía abierta de Dios que se manifiesta y ofrece la salvación a todos los hombres. A todas las naciones, como acabamos de escuchar en la Palabra de Dios.

Y otra vía abierta de los hombres que reconocen y aceptan a Cristo, revelación de Dios, como rey, como Dios y como hombre

Así lo enseña san Odilón, abad: «El presentes que ofrecen los Magos manifiestan la profundidad del Misterio de Cristo. En ofrecer el oro, anuncian al rey; al ofrecer el incienso, anuncian a Dios; en presentar la mirra, reconocen al hombre mortal».

¿Cuál es nuestro gesto de acogida de este Misterio que quiere la salvación de todos los hombres? Le ofrecemos el oro, es decir le reconocemos como rey y hacemos para que él domine nuestro corazón? ¿le ofrecemos el incienso, es decir le reconocemos como Dios, un Dios que está en lo profundo de tu corazón, y de todos tus hermanos? Estas ofrendas del oro y del incienso son de capital importancia, para que luego la ofrenda tercera, es decir, la de la mirra a Dios en el hombre, no sea una lastimosa mentira que neutraliza la manifestación de un Dios, a través de la humildad de nuestra humanidad.