2 de noviembre de 2014

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 25,6.7-9; Salm 26; 1Tes 4,13-18; Jn 11,17-27

«Yo soy la resurrección. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá».

¿Crees esto? ¿Qué encierra esta palabra: ¿“Yo soy la resurrección”?

«Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo».
«¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
«La paz con vosotros. Recibid el Espíritu Santo».
«¿Quién podrá privarnos del amor del Mesías?»
«Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor».
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
No vivo yo, es Cristo quien vive en mí

¿Crees esto? Son, con otras muchas, palabras llenas de vida y sabiduría del Resucitado. Vivir la sabiduría encerrada en estas palabras, supone, exige morir a sí mismo, morir a una sabiduría vieja y dar lugar a que nazca una sabiduría nueva que da lugar a una nueva vida. A una vida con un horizonte más dilatado. En definitiva el horizonte del Resucitado.

¿Crees esto? ¿Vives esto?

«No queremos que estéis en la ignorancia respecto a los muertos, para que no os entristezcáis como los que no tiene esperanza». ¿Tu esperanza está revestida de tristeza? Estás en la ignorancia respecto a los muertos? Nosotros tenemos motivos para una esperanza viva, por lo tanto para una esperanza revestida de alegría. «Porque creemos que Jesús murió y resucitó, y porque creemos que Jesús llevará consigo a los que viven su Palabra, la Palabra de la vida, la palabra de la nueva sabiduría». Y porque creemos esto nos reunimos en torno al altar para celebrar el festín divino. Para celebrar el banquete de la Eucaristía el banquete del pan y del vino en el altar del templo, y el banquete de manjares enjundiosos y vino generosos en el altar del mundo.

Celebramos este banquete de la Eucaristía recordando a los hermanos que también se sentaron en él en tiempos pasados. Y lo celebramos porque esperamos, de este modo, prepararnos para sentarnos con los hermanos que nos dejaron en el banquete de la casa del Padre. Aquí tenemos a nuestro Dios, es el canto de nuestro banquete eucarístico. Y este canto hace amanecer la luz de Dios en nuestro interior, y sentir la seguridad de la salvación, y por tanto empezamos a «gozar de la bondad del Señor en el país de la vida».

Porque el Resucitado ha traído ya la plenitud de la vida, y su resurrección nos da la seguridad de una vida nueva. Esta es la voluntad de mi Padre: «que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna y yo le resucite en el último día» (Jn 6,40).

Pero la vida eterna ya no tenemos que esperarla el último día; esta vida eterna, vida nueva, es la vida del Resucitado, y para empezar a vivir esta vida eterna el Resucitado nos ha dejado su Espíritu. Este Espíritu Santo que preparó en el seno de santa María una nueva naturaleza, una vida humana, es el que ahora está en nosotros como en un templo; somos templo del Espíritu Santo, para preparar en nosotros una nueva naturaleza, una naturaleza divina, aquella deificación de la que hablan los Santos Padres, a fin de que vivamos la experiencia de la Palabra de Jesús: «el que cree en mí ya tiene la vida eterna». Pero la fe no es algo meramente pasivo, sino que es una relación personal con la persona de Cristo, que necesitamos manifestar mediante unas obras concretas. Hagamos estas obras cada día, creyendo y viviendo las palabras del Resucitado, que nos invita a celebrar el amor en torno al altar de la Eucaristía, como un anticipo de la fiesta definitiva en la casa del Padre.