4 de marzo de 2012

TEXTOS PARA LA CUARESMA
Domingo 2º de Cuaresma (Año B)

Una reflexión de Odo Casel
Es el «sacratissimum ieiunium». Las santas semanas de ayuno. Un tiempo sagrado, santificado por los Misterios de Cristo. La preparación para el supremo Misterio de nuestra santificación: la PASQUA.

El Adviento es también un tiempo sagrado, ya que en él celebramos la venida santificadora del Dios Santo. Pero el que vino a llenar el mundo con el aroma de su santidad no lo encontró lleno de expectación y devoción. Tenía más bien sentimientos hostiles a la santidad: «Vinó a su casa y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Prefirieron las tinieblas a la luz. La humanidad no estaba como una esposa que ansía la llegada de Amado y sale a su encuentro con la luz encendida, deseosa de su luz. No, cerró las puertas a su luz. Se había hecho esclava de los señores extranjeros, prostituta (cf. Ez 16). Y pasó el Señor. La mirada de su amor se puso sobre aquel desecho. Combatió por ella, derramó su propia sangre y murió por ella. Resucitó después glorioso y tomó por esposa a la que había ya quedado definitivamente liberada y purificada. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua y la palabra, a fin de presentarla gloriosa, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada» (cf. Ef 5,25-27).

De mendigo que era pasó a ser Esposa del Rey, y ahora anda vestida de santidad. «Olvida tu pueblo y la casa de tu padre, el rey está prendado de tu belleza» (Sl 44). Es fácil olvidar la miseria de Babilonia estando rodeada del amor del Esposo. Sería una ofensa contra el Salvador y Redentor añorar aún las miserias del exilio, participando de la vida eterna. De los labios de la bienaventurada brota una gratitud eterna, porque el Señor la liberó del barro y del polvo y la asoció a los Príncipes de su pueblo. «Mi espíritu exulta en Dios, mi salvador» (Lc 1,47s). Así canta en el cielo la Iglesia liberada para siempre.

En cambio, mientras la Iglesia peregrina todavía en la tierra, la situación es distinta. También nosotros hemos sido redimidos, salvados. Sería ingrato no pensar más que en el pecado y en el juicio. Tenemos un Salvador y en él hemos encontrado la salvación; hemos sido purificados y santificados en la sangre del Cordero. Pero mientras seguimos en la tierra, nuestra salvación no está asegurada. Es un tiempo, éste, de lucha, de combate, sólo al final podremos disfrutar de la perfecta alegría. El mismo san Pablo nos dice: «Ciertamente, mi conciencia no me acusa de nada, pero eso no quiere decir que yo sea irreprensible. El que me ha de juzgar es el Señor» (1Co 4,4). En cualquier momento podemos hundirnos en la servidumbre del Maligno. Y ningún tirano es más malvado que el diablo y nuestro “yo” egoísta. Por eso la solución está en huir. Salvarse! Seguir detrás de nuestro Salvador, que nos ha precedido con la Cruz, símbolo de libertad y de victoria. Por ello, la Iglesia, en Cuaresma, va detrás la Cruz del Señor, columna de fuego; vuelve su mirada y contempla llena de espanto, el mar de donde ha escapado. Pero sus ojos miran, todavía más, hacia adelante, hacia la meta, hacia la Tierra de Promisión, tierra de libertad. Camina hacia la Pascua, hacia los Misterios pasquales, que en la liturgia antigua reciben el nombre de «mysteria Nostrae libertatis te vitae» —los Misterios de nuestra libertad y de nuestra vida. Tal es la actitud de la Iglesia en su peregrinación por el desierto: temor y preocupación, pero también esperanza santa y anhelo gozoso.

«Servir al Señor con temor» (Sl 2), canta la liturgia en Cuaresma (communio del viernes de ceniza), pero junto a estas palabras están estas otras: «Servid al Señor con alegría»! (Sal 2). «Laetare Ierusalem!» (introito domingo 4 º) resuena en medio de los austeros cantos cuaresmales: Alégrate en la esperanza de una alegría aún más grande!