1 de abril de 2010

JUEVES SANTO

MISA DE LA CENA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 1-8.11-14; Salm 115,12-18; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

«Sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó (ahora) hasta el extremo».

¿Cuál es el signo de este amor? Ponerse a lavar los pies a los discípulos. Era el servicio más bajo, el servicio del esclavo. Por eso Pedro se rebela. Tiene que aceptar este gesto de Jesús si desea ser su apóstol.

Pero Jesús completa su signo, con unas breves palabras aclaratorias: «Yo, que soy el Maestro, el Señor, y hago esto. Pero vosotros si queréis ser mis discípulos debéis hacer lo mismo. No, conmigo, sino entre vosotros. Vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Debéis serviros los unos a los otros».

Y les hace una pregunta fundamental: «¿entendéis lo que acabo de hacer?».

Hoy al escuchar el relato del evangelio la escena del cenáculo tiene una viva actualidad. Y la pregunta de Jesús es para nosotros: ¿entendemos nosotros este gesto de Jesús? ¿entendemos que es esto de lavarnos los pies unos a otros?

¿Qué pretende Jesús en esta Última Cena? Jesús estaba llevando a término su vida entre los hombres, hecho en todo como nosotros, menos en el pecado. Llega su Hora. El reloj ya venía marcando el tiempo, su tiempo, durante varios años. Pero ahora llega lo que solemos decir: «la Hora de la verdad».

Jesús en sus andanzas por los caminos y ciudades de Palestina, va preparando con sus seguidores el proyecto de un nuevo movimiento, de una comunidad eclesial, que se apoyará en Él, que Él mismo la alimentará, y que tendrá la misión de abrir caminos para hacer realidad el Reino de Dios. Y esto lo deberán hacer con una actitud de servicio humilde y fraterno, que había sido el estilo de Jesús entre los hombres. Y así vivir con la esperanza puesta en el definitivo encuentro de la fiesta final. Jesús les iba manifestando su amor, en la convivencia diaria.

Ahora, «los amó hasta el extremo». Hoy Jesús hace el gesto, que acompaña con unas breves palabras, mañana, Viernes Santo, este gesto será la cruel realidad de vaciarse totalmente en su amor, de llevar el amor extremo hasta el borde de la nada, de la aniquilación. Hasta la muerte. «Nos amó hasta el extremo».

El amor entrañado en nuestra naturaleza. El amor de Dios que estaba arraigado en las entrañas del hombre, se desarraiga para vaciarse todo él. El amor sediento, al amor hecho hambre, que para saciarse se deja comer. Para envolvernos por dentro en ese amor entrañable.

Y es, éste, el momento singular para que nuestro amor se haga entrañable. Es en este momento, Eucaristía de Jueves Santo, y cada Eucaristía que celebramos, cuando tenemos la oportunidad de celebrar el «amor hasta el extremo», y a la vez que lo celebramos se nos abre el camino para adentrarnos en lo profundo de este misterio de amor que da vida, que da la vida. Cada vez que celebramos esta eucaristía, comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos la muerte de Señor, es decir la muerte de amor, de puro amor que dice el poeta:
«Los hombres con justicia nos morimos;
mas Tú, sin merecerlo te moriste
de puro amor».
Y nos dejó su mandato: «Os he lavado los pies, yo, vuestro Maestro y Señor. También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Yo, vuestro Maestro y Señor os he servido hasta el extremo. También vosotros debéis serviros unos a otros. Os he dado ejemplo». Hacedlo como yo lo he hecho.

El poeta dice a Dios:

«Amor de Ti nos quema,
amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la Palabra creadora».

Después de la Eucaristía; después de cada eucaristía: ¿nos quema el amor de Dios? ¿nos quema este amor extremo en las entrañas hasta no poder contenerlo? Sentimos dentro la Palabra de Dios como un fuego que no podemos contener, o languidecemos en nuestra vida hambrientos de esta Palabra, que no acabamos de acoger y guardar en el corazón?

Porque, dirá también el poeta:

«Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina,
y nos entra un fiero amor de vida».

Centremos, estos días, nuestra vida en las celebraciones de esta Semana. Cuidemos la celebración y vivencia de estos misterios, pues, como nos orienta también san Bernardo, «es tal la eficacia de los sacramentos que celebramos estos días, que son capaces de partir los corazones de piedra y ablandar los pechos de hierro. Ante la Pasión de Cristo vemos, en nuestros mismos días, que el cielo se compadece, la tierra tiembla, las piedras se rajan y los sepulcros se abren por la confesión de los pecados».

Pero la rutina y la inconsciencia pueden abortar la eficacia de las cosas más santas.