12 de mayo de 2013

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Año C)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas», canta el salmista describiéndonos un escenario grandioso, de victoria y de fiesta. La escena que nos sugiere es majestuosa, de una belleza singular. Por esto nos invita a sumarnos a la fiesta, a la alegría de la victoria de Cristo: «Batid palmas, aclamad con gritos de júbilo, tocad con maestría, cantad himnos. Dios reina».

¿Dios reina? ¡Dios reina, domina en tu vida? ¿Dios está sentado en el espacio precioso, único, de tu corazón?

Es oportuno recordar las palabras del abad Guerric en su sermón sobre la Ascensión: «¿Pensáis que podrá ascender, volar súbitamente de la tierra al cielo quien ahora no aprende a volar mediante el ejercicio y la práctica cotidianos? ¿Acaso Cristo, como el águila, no incita a volar a sus polluelos (Deut 32,11) cuando revoloteaba sobre ellos, cuando a su vista era elevado y durante tiempo ellos le seguían mirando? Por una parte procuraba atraer hacia arriba, en pos de sí, sus corazones a impulsos del amor, y por otra les prometía, con el ejemplo de su cuerpo, que sus cuerpos podrían ser elevados de la misma manera. Condescendiendo con tu debilidad, extenderá sus alas, te tomará y te llevará sobre sus hombros, con tal de que no seas un aguilucho degenerado, con tal de que no temas ser levantado de la tierra y disfrutar de un aire puro».

¿Cómo extenderá sus alas sobre nosotros? Por medio de su Espíritu que enviará inmediatamente.

El relato de la Ascensión, como nos sugiere la Palabra de Dios viene a establecer una separación de dos hechos: El tiempo de Jesús y el tiempo del Espíritu. La Ascensión es el final de una época salvífica, de la llamada de Israel y del testimonio ante los poderes de este mundo.

San Lucas ha tenido cuidado en diferenciar cada uno de estos momentos: por un lado lo que los hombres hicieron dando muerte a Jesús (hecho cerrado y verificado por la sepultura), lo que Dios hizo con Jesús (hecho concluido y abierto por las apariciones); lo que hizo Jesús, una vez resucitado, derramando el Espíritu sobre los Apóstoles.

La Ascensión separa dos momentos, dos tiempos fundamentales: la vida y la obra de Jesús, como Dios anonadado, revestido de nuestra frágil naturaleza, para abrirnos el camino a Dios, para decirnos que estamos destinados a la vida, a ser introducidos en la gloria del Dios vivo. Y por otro lado la obra del Espíritu. «Os conviene que yo me vaya, pues así os enviaré el Espíritu que os enseñará todo, os llevará a la verdad completa».

Entre la obra de Jesús y la obra del Espíritu, el momento de la Ascensión, que anuncia también, como dice la oración colecta, «nuestra victoria, que estamos destinados a participar de la gloria a donde hoy llega él». La Ascensión es el momento en que Cristo incita a volar, como el águila a sus polluelos.

Pero este ejercicio de volar no es como si él estuviese describiendo movimientos encima de nuestras cabezas, como pueden ser las piruetas de un ejercicio acrobático en el aire.

Este ejercicio es más bien una invitación a un tiempo de plegaria como nos sugiere san Pablo: «para que nos conceda una comprensión profunda de su misterio, para que nos conceda los dones de su revelación, de su Palabra para que lleguemos a comprender la esperanza a la que nos llama, las riquezas de gloria que nos tiene preparadas, y sobre todo y por encima de todo para que lleguemos a comprender la grandeza del inmenso poder que obra en nosotros los creyentes, es decir la eficacia de su fuerza, que es la misma que resucitó a Cristo de entre los muertos».

Es decir una llamada a preparar nuestros corazones para obrar y vivir en sintonía con la fuerza de Dios, con la fuerza y sabiduría del Espíritu de Jesús.

Una llamada a prepararnos para vivir llevados por este Espíritu de Jesús en nuestra vida de fe, en el camino de esta vida. A vivir con una luz nueva. La Ascensión es la invitación a vivir un salto profundo, que viene a ser el salto de la fe. Escribe san Agustín: «Ahora ya no se encuentra a Cristo hablando en la tierra, sino desde el cielo. Me elevo al cielo, pero estoy todavía en la tierra. Allá sentado a la derecha del Padre; aquí padeciendo todavía hambre y sed y siendo peregrino».

Así que no podemos estar mirando al cielo, sino abrir los ojos del corazón y contemplarlo aquí en la tierra.