15 de agosto de 2012

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 11, 19; 12, 1.3-6.10; Sal 44, 11-12.16; 1Cor 15, 20-26; Lc 1, 39-56

«Ella ahora, su figura enternecedora,
se juntará a los nuevos bienaventurados
e imperceptiblemente, luz con luz, se situará entre ellos…
Y sucedió un silencio de admiración.

Mira: como mata de espliego
reposó ahí por un momento,
para que en lo sucesivo la tierra retenga su olor,
depositado en los pliegues como en exquisito paño.
Todo lo mortal (¿lo sientes?), todo lo doliente
está adormecido por su fragancia».

(R.M.Rilke)

En el cielo «sucedió un silencio de admiración». En la tierra, un aroma exquisito, como de espliego, esperando que esta fragancia se derrame en la inmortalidad.

En el cielo un silencio de admiración, en la tierra un aroma exquisito como de espliego. Y en este misterio de Santa María contemplamos una visión optimista sobre la condición humana. Como una preciosa plasmación del pensamiento de san Ireneo: «la gloria de Dios es que el hombre viva».

Escribe san Bernardo: «nuestro maravilloso artista no deshace lo que está tan destrozado, prefiere rehacerlo de nuevo. Del antiguo Adán nos plasmó otro nuevo, y a Eva la transformó en María».

La victoria de Cristo sobre la muerte con su Resurrección, es un signo de su victoria sobre el pecado, que resplandece plenamente en María y nos abre a nosotros la esperanza de la vida.

«La "biografía total" de María viene a inscribirse en la "biografía total" de Cristo. Y así es como en María resplandece el proyecto divino sobre la criatura humana: la dignidad del hombre aparece plenamente iluminada en este destino supremo realizado ya en la Virgen Madre». (B. Forte)

Pero este destino glorioso no nos ahorra la lucha, como nos sugiere el Apocalipsis.
«Después de la tempestad viene la calma dice el refrán». Que nos sirve para la vida espiritual, como aliciente para afrontar esa tormenta formidable de la que nos habla la lectura primera: «rayos y truenos y un terremoto. Una tormenta formidable». Y en el fragor de la tormenta aparece una figura portentosa en el cielo: «una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada por doce estrellas. Entre los espasmos del parto».

Este parto en el que también andamos metidos nosotros. «La humanidad entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto» (Rom 8,22).

En esta lucha, en este parto, para nacer a una vida nueva, miramos a Santa María y la contemplamos envuelta en el sol, en un manto de luz, en el sol de la luz y sabiduría divina que le llega al corazón a través de la Palabra, que guarda y canta en su Magníficat al visitar a Isabel.

La contemplamos también con la luna bajo sus pies. La luna considerada como símbolo de necedad, por sus cambios continuos, y que representa también a la Iglesia ya que recibe la luz de otro astro. «El necio cambia como la luna, y el sabio es constante como el sol» (Eclo 27,12). El sol siempre tiene fuego y resplandor; la luna, en cambio, sólo tiene un resplandor incierto y voluble, ya que siempre está cambiando. Verdaderamente, podemos decir de María tiene la luna bajo sus pies, aunque de muy distinta manera.

Este misterio que celebramos hoy con toda la Iglesia, es un misterio profundamente arraigado en el corazón del hombre, que quiere vivir siempre, permanecer, ser inmortal. Por ello se nos invita a continuar esa lucha de la mujer con el dragón. Invitación a una lucha por la vida. Una lucha donde es necesario apostar por el hombre y por su dignidad, sobre todo en este tiempo que habitualmente es ultrajada y menospreciada dicha dignidad.

El dragón sigue acechando a la mujer, para devorar a quien va a dar a luz. El dragón, los muchos y fieros dragones de esta sociedad están pronto a devorar al hombre, despreciando al Dios que lo ha creado. Quizás necesitamos también huir al desierto para replantearnos la lucha por la dignidad humana.

Quizás necesitamos un silencio de admiración, para amar, agradecer y responder a lo que Dios hace por el hombre.

Quizás necesitamos también en esta sociedad en que caminamos con falta de aliento, que corremos, que no vivimos, quizás necesitamos aspirar el aroma del espliego para percibir aquí en la tierra en los pliegues de todo lo humano, el aroma de inmortalidad escondido, que estamos llamados a despertar.

«Ahora es la hora de la victoria de nuestro Dios, lo hora de su poder y de su Reino».

Aspiremos el aroma del espliego en los pliegues de esta tierra, y hagamos un silencio de admiración.