5 de junio de 2011

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Sal 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

«"¡SEÑOR, Señor, qué admirable es tu nombre sobre toda la tierra!", porque tu magnificencia fue elevada por encima de los cielos (cf. Sl 8,2-3), a fin de que sepamos claramente que la Encarnación del Señor y su Ascensión de la tierra a los cielos, cuya memoria festejamos hoy, llenó al mundo del conocimiento de Dios. Porque mientras estaba sobre la tierra, la mayoría comprendía poco acerca de la magnificencia de su gloria. Pero puesto que ascendió visiblemente al cielo colmando, como convenía, toda la voluntad de su Padre, la creación entera fue colmada de admiración y de conocimiento, contemplando al Señor de todas las cosas ascendiendo o siendo asumida Fue elevado o exaltado por encima de todos los cielos, según la profecía en cuanto hombre; pero subió en cuanto Dios: "Dios subió entre aclamaciones, el Señor al son de trompeta" (Sl 46,6). Pues el Dios glorioso no se encarnó para engañar a la imaginación de su criatura, sino para destruir para siempre, por medio de la participación en nuestra naturaleza, el hábito del mal sembrado en ella por la serpiente. De manera que es el hábito del mal no la naturaleza, lo que la Encarnación del verbo alteró, para que nos despojemos del recuerdo del mal y nos revistamos de la caridad de Dios» (Diadoco de Fotice)

La Encarnación del Señor y su Ascensión llena el mundo del conocimiento de Dios. La tierra, el mundo de la creación, comprendía poco la magnificencia de la gloria. El Señor la pone de manifiesto con esta coronación de la Pascua, que es el Misterio de la Ascensión, motivo de profundo gozo, porque nos asegura nuestra propia victoria, ya que estamos llamados a seguir el camino de Cristo, nuestra Cabeza.

Todavía les dio unas últimas instrucciones, acerca de la misión que debían llevar a cabo en el mundo: terminar de configurar el nuevo pueblo de Dios. Jesús había sido enviado a recoger las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Los discípulos son enviados a todos los pueblos, para llevar a término la configuración de un pueblo sin fronteras, al servicio del Reino de Dios. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo, les dice Jesús, haced discípulos de todos los pueblos».

Después de adoctrinarles, pues, y enviarles al mundo, asciende al cielo y se sienta a la derecha de Dios. Cristo es la «cabeza de oro» de la que habla la Escritura, «a quien se ha concedido el reino y el poder, el dominio y la gloria, a quien se ha dado poder sobre los hombres dondequiera que vivan, sobre las bestias del campo y las aves del cielo, para reinar sobre todo» (Dn 2,37).

Y este poder se transmite a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Que no es un poder de dominio, sino de servicio. Como fue el servicio de Cristo revestido de nuestra naturaleza humana: un pasar haciendo el bien, curando, consolando, ofreciendo un signo bien visible del amor del Padre. Este servicio es el que está llamado a realizar la Iglesia, que vendría a ser el reino de plata de la Escritura, menos poderoso ya que este cuerpo suyo tiene como miembros a nosotros, los hombres, dominados todavía por el mal, el pecado, que necesita ser destruido para revestirnos de la caridad de Dios.

Por esto Pablo pide a Dios, y nosotros con él que Dios nos dé un espíritu de sabiduría y de revelación, para conocer esta cabeza de oro, este Cristo glorioso, del que debemos dar testimonio hasta los confines del mundo.
Él, como ha prometido, está con nosotros todos los días, para iluminar los ojos de nuestro corazón con la luz y la sabiduría de su Espíritu, para dar esperanza a unos reinos de hierro y barro, de este mundo, alejados de la cabeza de oro.

Nos asegura que estará con nosotros hasta el fin del mundo. Esto no cabe duda, pero somos nosotros, cada uno de nosotros, lo que debemos tener esta certeza de su presencia, mejor aún, de una experiencia viva. Porque somos su Cuerpo, y a través de este Cuerpo debe llegar su viva, la vida que renueva nuestra naturaleza humana con la fuerza, con la energía de su Espíritu. Así pues servidores de Cristo glorioso, servidores del amor. Con todo acierto decía santa Teresa de Lisieux descubriendo su vocación en la Iglesia que ella iba a ser el amor en el corazón de la Iglesia. Esta es la tarea nuestra de monjes: ser testigos vivos del Amor. También es, con otro matiz importante, la tarea de todo cristiano: servidores del amor, en una sociedad que más que servir, aplasta y mata el amor, para suscitar crispación violencia, muerte. De esta manera nos encontramos en esta sociedad como un reino de hierro y barro, dividido, enfrentado, sin paz…

Jesús los envía con una doble misión: anunciar la buena noticia del Evangelio, y bautizar, reuniendo las gentes en un solo pueblo. También nosotros tenemos una doble tarea: luchar contra nuestro pecado, aceptando el dominio, el señorío de Cristo, de su Espíritu en nuestro corazón, y ofrecer el testimonio del Espíritu de amor y de paz, de Jesús resucitado, como una invitación a sumarse a la glorificación de Dios, en el mismo Jesucristo.

Este servicio del amor, este servicio del Espíritu de amor recibido como preciosa herencia del resucitado, siempre será un servicio de la reconciliación, ya que no fue otra la motivación que impulsa al mismo Dios a revestirse de nuestra frágil condición humana.