4 de mayo de 2008

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Sal 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

Con demasiada frecuencia las predicaciones han venido a fustigar los pecados de los creyentes, y no digamos años atrás cuando se enarbolaba los horrores del infierno como elemento de disuasión del pecado. De aquí nacía una espiritualidad impulsada por el miedo, que vivía la fe proyectada a hacer sacrificios, como para aplacar a Dios, o como para completar la obra de Jesús sacrificado en la cruz. De esta manera, por este camino, han tenido más fuerza en la vida de los creyentes los ejercicios cuaresmales que no las alegrías de la Pascua.

Una lectura reflexiva y correcta del Evangelio de hoy nos da un perfil diferente de lo que debe ser la vida del cristiano. Podemos hacer dos lecturas diferentes.

Una primera lectura, en sintonía con lo que decía al principio, en que Jesús asciende a los cielos y nos manda a anunciar el Reino, a predicar, a convertir, a salvar..., y a partir de aquí nosotros nos empeñamos en un esfuerzo sobrehumano de una actividad que nos desborda hasta el punto de que uno no tiene tiempo ni para rezar, para cultivar sosegadamente una relación de amistad con Aquel que nos ama. «Hay que trabajar, agotarse, ya descansaré en la otra vida», me comentaba no hace mucho un obispo.

Una segunda lectura nos la ofrece el Evangelio de hoy que está en conexión con las palabras de Jesús en la última cena: Os doy un mandato nuevo: que os améis. En esto os conocerán. Este es el trabajo: amar. Amarnos. ¿Y para amar hace falta tanta actividad? Pues parece ser que sí. ¿Y para amar no hay tiempo ni para rezar? Pues parece ser que sí. ¡Pero es que no! Aquí nos equivocamos con tanto activismo. Para amar, previamente hay que contemplar el amor. Y vivir la experiencia de Aquel que nos ama primero.

Hoy ¿qué nos dice el Evangelio? Mateo no nos habla del hecho de la Ascensión, aunque se adivina. No pone el acento en la partida de Jesús a lo alto de los cielos. El acento está más bien en la partida de los discípulos hacia una misión muy concreta que les encomienda el Maestro: Id, partid, haced discípulos, convertid, a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El poder que se le ha dado a Jesús, tanto en el cielo como en la tierra, pasa en cierto sentido a sus discípulos, que deberán asegurar su presencia en el mundo. Habrá que descubrir itinerarios, una manera creyente de vivir, un lenguaje adecuado a esta misión al servicio del reino. Ya no es solo el Dios con nosotros. Es necesario decir Dios está con vosotros. Dios está con nosotros, con todos en una presencia viva cada día hasta el fin del mundo. Esta es la buena noticia: la presencia de Jesús en el mundo a través de la Iglesia.

Llevan una misión muy concreta: Partid, convertid todos los pueblos y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Primero es necesaria la conversión. Pero este cambio del corazón sólo es obra de Dios. Los discípulos tan solo son colaboradores de la fuerza del Espíritu de Dios. Será necesaria una sintonía espiritual con Jesucristo. Que en los servidores del Reino tenga una preeminencia esta sabiduría que Pablo pide para los Efesios: Que Dios os conceda los dones espirituales de una comprensión profunda y de su revelación, para que conozcáis la esperanza a la que os llama, las riquezas de la gloria que os tiene reservadas. Conocer la grandeza del poder que obra en vosotros, la eficacia de su fuerza soberana con la que obró la resurrección de Jesucristo...

Pero todo esto supone dejar en Él todas nuestras preocupaciones, o como dice el salmista: por la mañana te expongo mi causa... y me quedo aguardando...

Esta actitud pide una actitud predominantemente contemplativa en nuestra vida. Un predominio de una actitud orante, un tiempo fuerte para tener experiencia de esta fuerza de Dios en nuestra vida. Y a partir de aquí estar dispuesto a llevar a cabo lo más externo, a realizar las consecuencias de dicha conversión al Señor: que sería la incorporación a la Iglesia mediante el bautismo: Bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...

Esta es la aventura del Evangelio en el mundo: una misión que llevan a cabo los discípulos del Señor, pero conscientes de que Él está presente en esta acción nuestra.

También señala el texto de Mateo, las dudas... Y evidentemente tenemos el peligro de ceder a las dudas, a la impaciencia... cuando no vivimos conscientes de la presencia del Señor de la fuerza con que obra en nuestra vida.

O nos podemos quedar mirando al cielo. Buscar al Resucitado por espacios equivocados. No nos podemos quedar plantados, estáticos, como pasmados... Hay que entrar dentro de sí y estar siempre en camino, iluminados dentro por la fuerza de Dios y fuera por la Palabra que va iluminando nuestros pasos. Y esto nos ayudará a caminar con este espíritu que nos recomienda san Juan Crisóstomo: «Debemos tener en nuestro espíritu la ciudad de Jerusalén, contemplándola en lo alto, teniendo los ojos puestos en su belleza: es la capital del rey de los siglos; donde todo es inmutable, donde nada pasa, donde todas las bellezas se mantienen incorruptas. Contempladla para así llegar cada día con afecto a hacerla realidad en nuestros hermanos y así llegar al reino de los cielos.»

Pero, ya veis que se nos exige un dinamismo de camino permanente desde una fuerza interior, desde una alegría del corazón, como nos ha sugerido bellamente la oración colecta: Concédenos el don de una alegría y el don de una ferviente acción de gracias, porque la Ascensión de Cristo es también nuestra elevación, y a la gloria donde ha llegado Cristo, también como cuerpo de Cristo esperamos llegar.