13 de noviembre de 2015

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

La Dedicación de nuestra casa, del templo, es una fiesta de familia para nosotros, porque en este templo nos consagramos a Dios, entramos a formar parte de una nueva familia, cuya responsabilidad la tiene el mismo Dios compartida con cada uno y con todos nosotros. Una responsabilidad que este Dios espera de nosotros, él, que nos ha llamado a ejercitarla por medio de Jesucristo, y que la Escritura contempla como piedra angular de todo el edificio.

A Dios no le interesan las piedras. Le interesa tu corazón, tu persona. El se cuida de nosotros y nosotros debemos cuidar de él.

Qué bien lo sugiere santa Teresa con la belleza de su poema:

«Alma buscarte has en Mí
y a Mi buscarte has en ti.
Porque tú eres mi aposento
eres mi casa y mi morada…»

O san Agustín con la sabiduría de su confesión:

«Yo no existiría, Dios mío, no existiría en absoluto, si no estuvieras en mí. ¿O más bien no existiría, si no existiera en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es…» (Confesiones, L,I,2)

Un aposento, una casa, una morada, que viene a ser como nuestro monasterio: un espacio con muchos edificios que forman todos ellos el conjunto de la belleza del monasterio; como el conjunto de las piedras desnudas y sencillas de este templo configuran la espléndida belleza de este espacio sagrado. Que nos transmite, que toda esta belleza se traslada más allá de las piedras, en la comunión de amor de la comunidad.

Y para esto él nos da, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de él mismo para que sepamos reconocer los dones que él nos otorga a fin de colaborar en la configuración de esta familia monástica, de colaborar en la edificación de este templo vivo que formamos todos con Cristo como piedra principal. No siempre vivimos esto conscientemente, por ello la fiesta debe ser un momento singular para despertar en nosotros lo que debe ser una realidad, que nos lleve a ser lo que somos. Y esto pasa por ser conscientes de esta realidad y responder con generosidad y decisión, como nos sugiere también los versos de santa Teresa:

«Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el amor que os tengo,
decidme: ¿en qué me detengo?
o, ¿en qué os detenéis?»

Responder como nos sugiere la sabiduría de san Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y quisiera invocarte creyendo en ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me has dado y me has inspirado por la humanidad de tu Hijo…» (id, L,1,1)

Ese amor de Dios está en nuestro espacio interior entonces ¿en qué nos detenemos? Quizás tenemos necesidad de contemplar el episodio de Zaqueo, el sicómoro y Jesús. Debemos despertar el DESEO. El deseo de ver a Jesús. Jesús pasa de muchas maneras por nuestra vida. Nosotros somos pequeños de estatura, de amor, de muchas cosas. No seamos pequeños de deseos. Hay que subirse al sicómoro. ¿Cuál es nuestro sicómoro? Aquel árbol que te permita descubrir la mirada de Jesús, que te permita contemplar su persona y escuchar su voz. Y aunque te cueste subir al sicómoro, no tengas miedo, después, a bajar, a acoger a Jesús en tu casa. Y allí se dilatará tu corazón habiendo hospedado al Amor.

San Bernardo consciente de que se nos puede dormir este amor, nos hace una llamada seria en la celebración de esta fiesta:

«Tan guarnecida está la fortaleza del Señor, que no existe el más leve temor, con tal que actuemos fiel y valerosamente, es decir, que no seamos traidores, cobardes ni ociosos. Son traidores los que intentan introducir al enemigo en la plaza del Señor, por ejemplo los difamadores, a quienes Dios aborrece, y los que siembran discordias y fomentan escándalos. Así como el Señor solo mora donde reina la paz, la discordia es el lugar preferido del diablo. No os asuste hermanos, si hablo con tanta dureza: la verdad no adula a nadie. Sepa que es un traidor quien pretende introducir un vicio cualquiera en esta casa de Dios: atenuar la disciplina, entibiar el fervor, alterar la paz o herir la caridad; y convertir este templo en una cueva de bandidos.»

«Dichosos Señor son los que viven en tu casa alabándote siempre». Cuanto más ven, entienden y conocen, tanto más aman, alaban y admiran. Y vivir en tu casa es sondear constantemente tu corazón, con la luz y sabiduría de la Palabra; invocarte; es dejar que esta Palabra vaya trabajando las aristas de tu interior, para que tu alabanza sea en este templo, en tu propio templo una permanente alabanza.