2 de febrero de 2015

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ml 3,1-4; Sl 23, 7-10; He 2,14-18 Lc 2,22-40

«Lo mismo que una candela en su candelero.
¿Dónde hallaréis el trigo? En la espiga
¿Dónde encontraréis el racimo? En la cepa
¿Dónde estará Jesús? En brazos de su Madre
Igual que una candela puesta como Dios
manda: en su candelero».

Ha venido de Oriente la Luz. «Luz para iluminación de los paganos y gloria de tu pueblo Israel», canta Simeón. Esta Luz es sostenida por las manos suavísimas de la Madre. Así brilla y brillará siempre: lo mismo que una candela en su candelero.

Destaca, en esta escena de la Presentación de Jesús en el templo, la profecía del anciano Simeón, donde podemos contemplar dos momentos: el primero es de alabanza y despedida. Ha llegado a los hombres la luz de Dios. Luz que viene como salvación para todos los pueblos. Simeón es portavoz del pueblo de Israel que ha terminado su camino de esperanza, ha realizado su misión y ya puede morir, debe morir, para que surja el pueblo universal de los cristianos. Se ha cumplido la profecía que anunciaba el Benedictus: «nos ha visitado el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Por ello, exclamará tiempo después el mismo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Con este camino, con esta opción o con este rechazo se inicia un camino, un proceso, «para que los que no ven vean y los que ven queden ciegos» (Jn 9,39).

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas, que queda más de relieve en el segundo momento de la profecía de Simeón, que se centra en María, y le anuncia la suerte de su hijo, con la palabras: «y a ti una espada te atravesará el alma». María acepta la Luz, acepta el camino de Jesús. No se queda en Israel. No ve la tierra prometida para morir antes de poseerla. Nace de nuevo para hacer el camino de Jesús en un proceso de transformación creyente, dolorosa y creadora que le lleva de la comunión judía a la nueva comunión del Cristo que es la Iglesia. Y en este camino va a padecer la angustia de la espada.

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas. Una tensión que contemplamos en la misma naturaleza: amaneceres de gran belleza, con una tenue claridad donde se va afirmando, lentamente, en un espectáculo bello, la nueva luz vestida de colores esplendentes, como preámbulo del nacimiento y presencia luminosa del sol en la vida humana, hasta que llega el atardecer envuelto en una nueva fiesta de luz y de color, pero también de nostalgia, de la luz que se va desvaneciendo a través de las sombras grises de la tarde, que aviva el deseo de nueva luz del nuevo día que llegará puntualmente. El día muere pero en el silencio de la noche vuelve a recuperar la fuerza y la luz de la vida.

Y esta tensión de luz y tinieblas es también la que tiene lugar también en nuestra vida personal, en nuestras relaciones con los demás. También en nuestra relación con Dios, el Dios de la luz.
«Caminamos a la luz de la vida, a la luz del Señor» dice la Escritura. La vida por encima de todo es luz, aunque no con la misma intensidad en cada uno de nosotros, pero nuestra tarea, nuestra pasión debe ser buscar a Aquel que nos dice «yo tengo la luz de la vida. Yo soy la luz del mundo». ¿Donde se halla esta luz? En el candelero. La candela en el candelero. Agarremos el candelero y dejemos que nos ilumine la candela, y aumente nuestro deseo de la luz.

«Sirvámonos de la luz de los cirios, a fin de manifestar el divino resplandor de Aquel que viene hacia nosotros, y con cuya luz todas las cosas resplandecen, y quedan iluminadas por la luz eterna. Que la luz de los cirios sirva también para poner de manifiesto el resplandor del alma con el que debemos salir al encuentro de Cristo. Así como la Virgen inviolada llevaba oculta entre los pañales la luz verdadera y la mostró a quienes yacían en las tinieblas, así también nosotros, iluminados con el resplandor de los cirios y llevando en las manos la luz que a todos se manifiesta, apresurémonos a salir al encuentro de Aquel que es la verdadera luz» (San Sofronio de Jerusalén, Homilía sobre la Hypapante).