2 de noviembre de 2015

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Lam 3,17-26; Salm 24,6-7.17-21; Filp 3,20-21; Mc 15,33-39; 16,1-6

Nosotros, somos ciudadanos del cielo… Nuestro destino es cantar, como nos recordaba la celebración de Todos los Santos, el Himno delante del trono de Dios y del Cordero. Entonces, nuestra vida es un ensayo para la fiesta de la vida eterna. El himno se adulteró en la música y en la letra con Adán. Y ha venido el nuevo Adán, Cristo, para enseñarnos la música y la melodía que se canta en las moradas eternas.

La vida es un ensayo. Y como en todos los ensayos nos cuesta centrarnos. Nos olvidamos de la satisfacción que da una buena melodía de toda la comunidad en el coro.

¿Qué sucede en un ensayo? Tenemos el director que va delante, canta primero, los demás repetimos. Hay alumnos aventajados que cogen pronto la melodía, y estos tienen el privilegio de cantar con el director para todos los demás que somos más retrasados, que no tenemos el oído tan fino. Finalmente llegamos a cantar todos. Evidentemente, siempre con los consiguientes fallos, que se intentan mejorar.

Nosotros, somos ciudadanos del cielo, siendo nuestro director Cristo. Éste es un buen director, no se cansa de enseñarnos. Es bueno con los que confíen en él. Es bueno para quienes esperan en silencio y pacientemente su salvación, su palabra. Él es la fuente de la vida. Todos viviremos gracias Él. Porque su palabra y su melodía nos llegan para transformar nuestro pobre cuerpo, negado con frecuencia a la vida, pero sin llegar a ser capaz de anular el deseo de otra ciudadanía mejor de la que disfrutamos aquí.

Y en el ensayo de esta vida hay quienes cogen el himno con más rapidez. Son los Cantores del amor. En este ensayo nos conviene dedicar muchas horas a escuchar en silencio, «nos conviene dejar que la Palabra de Dios nos vaya impregnando hasta el punto que nos impulse a alabar a Dios en la plegaria y en trabajo. Para que este canto de alabanza sea vivo desde dentro, todavía se precisa que en estos lugares de plegaria haya tiempos reservados a la profundización espiritual, sino esta alabanza degeneraría en un balbuceo de labios falto de vida. Solamente, gracias a estos hogares de vida interior puede evitarse el peligro: las almas, aquí, pueden meditar ante Dios en el silencio y la soledad, a fin de ser en el corazón de la Iglesia los Cantores del amor» (la plegaria de la Iglesia, Edit Stein)

Los monjes estamos llamados a ser cantores del amor, y con nuestro testimonio ayudar a que el ensayo de la melodía eterna en el camino de esta vida vaya respondiendo a lo que Dios quieres de nosotros, y que ha puesto en el centro de nuestro corazón, como un deseo muy vivo de Él mismo.

Pero no falta la oscuridad en nuestras vidas. Aquella oscuridad que se extiende con la muerte de Cristo, la oscuridad de la ausencia y del abandono de Dios, que también nos puede alcanzar a nosotros.

Es preciso tener el coraje de estas mujeres del evangelio que van al sepulcro con los primeros rayos de sol, pero que acaban con sus corazones iluminados.
En el centro del corazón del hombre Dios ha puesto ya las notas de la melodía de la ciudadanía del cielo. Los cantores del amor tienen también la responsabilidad, que es también su alegría más profunda, de ayudar y acompañar la melodía del Hombre nuevo.

Es la melodía que no acaba con la luz de este mundo, sino que se prolonga en otra luz más esplendente, porque como dice la Escritura: «la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión». A pesar de las dudas, de nuestras oscuridades y debilidades, «es bueno esperar en silencio la salvación del Señor», como nos exhorta el libro de las Lamentaciones.

Tener el coraje de asomarnos al sepulcro, con la última oscuridad de la noche, o con un rayo todavía débil de un sol nuevo, pero, como escribe el poeta: ávidos de «la luz de Dios que se espeje como un foco dentro de nuestro corazón», y venir a ser cantores del Amor mientras caminamos en este valle de lágrimas al encuentro gozoso de quienes nos han precedido en el camino de la vida.

«¡Y tú, Cristo que sueñas, sueño mío,
deja que mi alma, dormida en tus brazos,
venza la vida soñándose Tú!»