2 de septiembre de 2012

SAN BERNARDO, MONJE DE POBLET, Y SANTA MARÍA Y SANTA GRACIA, MÁRTIRES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Eclo 51,1-12; Salm 125; 1Pe 3,14-17; Mt 10,17-22

Un himno de mártires canta de ellos estas alabanzas:

«Cantemos la victoria
espléndida y sublime,
oh mártires, la gloria
de vuestra fe insigne.

Simientes sois de trigo
que muere dando vida,
la cruz de Jesucristo
lleváis con valentía.

A Dios y al Rey eterno
cantáis las alabanzas,
unidas al incienso
de nuestras esperanzas.»

Celebramos esta solemnidad de los santos mártires Bernardo, María y Gracia. Cantamos un año más su victoria. La victoria de su fe como dice este himno, lograda en la persecución, que no falta a quienes siguen al Señor. «Si a mí me han perseguido, lo mismo harán con vosotros. Un siervo no es más que su amo, os tratarán así por causa mía» (Jn 15,20)

Cantamos las alabanzas por su victoria, que manifestamos, como dice el himno, con el incienso de nuestras esperanzas. Porque ellos no necesitan nuestras alabanzas, ni nuestros cantos, somos nosotros quienes tenemos necesidad de cantarlas, para que alimenten nuestra esperanza, porque la lucha continua aquí en nuestra vida.

El campo de este mundo se sigue roturando. El campo de este mundo sigue recibiendo la semilla de Reino que tiene necesidad de ir fructificando con los nuevos granos de trigo que somos nosotros. Así nos lo sugiere también Benedicto XVI: «"Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda él solo, pero si muere, da mucho fruto." (Jn 12, 24). De este modo, el Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que sólo mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la que se sintetiza todo su misterio. Ya que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí mismo, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección. Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna.» (Benedicto XVI, Introducción al Vía-Crucis)

El Verbo hecho carne, Jesucristo Resucitado es el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna, pero una vida que sigue brotando de la semilla caída en el surco. Bernardo, María y Gracia viven también su vida en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, ofreciendo su vida como un acto de amor a Dios, como canta una de las antífonas de la fiesta, «llenos de prudencia ensalzaron a Dios en su corazón», encarnando la Palabra que acabamos de escuchar de san Pedro: «dieron culto a Dios en su corazón, y dieron razón de su esperanza con respeto, dulzura y buena conducta».

El amor a Cristo que empiezan a encarnar en su corazón, lo expresan con el testimonio de su martirio, como expresión del supremo amor que da la vida, en una perfecta imitación de quien nos amó primero, en una vivencia perfecta del misterio de la Eucaristía. Lo cantamos también en el Responsorio grande de la fiesta:

«Esta es la verdadera fraternidad
que nunca se rompió en la lucha de la vida,
porque siguieron al Señor, dando su vida.
Despreciando los alicientes de este mundo,
obtienen los del reino celestial».

Esto nos debería llevar a hacer nuestras las palabras del Eclo: «Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mis padres. Recuerdo la compasión del Señor y su misericordia eterna, que libra a los que se acogen a él y los rescata de todo mal. Contaré tu fama, refugio de mi vida, porque tú salvas de la muerte. Bendigo tu nombre…. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia».