23 de septiembre de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES


TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 35º del Tiempo Ordinario (Año B)

Del libro «El Pedagogo», de san Clemente de Alejandría
Como entre los apóstoles se había planteado la cuestión de saber quién de entre ellos podía ser el más grande, Jesús colocó en medio un niño y dijo: «El que se hará pequeño como este niño, este es el más grande en el reino de los cielos ». Jesús no trata la niñez como una edad sin inteligencia, contrariamente a lo que algunos han creído. Y cuando dice: «Si no os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos», no hay que interpretarlo mal. Porque nosotros no somos chiquillos que se arrastran por el suelo, al contrario, encarados hacia arriba por nuestra inteligencia, buscamos la santa sabiduría. Esta sabiduría, sin embargo, parece una locura a los que tienen el alma afilada por la maldad.

Y, con todo, son niños de verdad los que reconocen únicamente Dios por Padre, sencillos, pequeños y puros. De la misma forma el Señor proclama a quienes han progresado en la Palabra, y que deben menospreciar las preocupaciones de aquí: les aconseja imitar a los niños a base de poner únicamente en el Padre toda su confianza. Por eso les dice a continuación: «No os inquietéis por el día de mañana, que cada día ya tiene bastante con el mal que lleva». De este modo prescribe abandonar las preocupaciones de esta vida para confiar sólo en el Padre. Y el que pone en práctica este precepto es realmente un niño, y Dios lo ama.

Si es verdad, por otra parte, que sólo hay un solo Maestro, el del cielo, como dice la Escritura, entonces podremos llamar «discípulos» a todos los habitantes de la tierra. Y esta es la verdad: la perfección pertenece al Señor, que no para de enseñar, mientras que nosotros tenemos el carácter de niños y chavales, porque no paramos de aprender.

Con mucha claridad, en la epístola a los Efesios, Pablo ilumina el objeto de nuestra investigación cuando habla de «llegar juntos a la unidad de la fe y del conocimiento de Dios, en el estado de hombre perfecto, a la talla de la plenitud de Cristo», que es la cabeza y el único hombre perfecto y justo. En cuanto a nosotros, los pequeños, guardándonos de los vientos del error, el soplo de los cuales hincha de orgullo, y rechazando nuestro apoyo a quienes querrían imponernos otros padres, alcanzamos la perfección cuando somos la Iglesia, porque hemos recibido a Cristo, que es la cabeza.