16 de septiembre de 2012

LA CARTA DEL ABAD


Querida Mª Luisa:

Ya se empieza a presentir el otoño, suave, nostálgico, pasada la dispersión del verano, los rigores de la canícula, que este año ha sido rigurosa verdad. El ambiente más suave, la naturaleza comienza a retallar su exuberancia, vuelven a abrirse las aulas, y recupera el camino educativo el pulso normal. O más bien un poco más anormal. Con los recortes en dinero y personal. Con más alumnos y menos educadores. Ya vendrán otros tiempos en que nos hablarán de la trascendencia de la educación. Eso sí, con palabras grandilocuentes, elegidas incluso, propio de aquellos que no creen lo que dicen. Palabras vacías, que se deslizan en el vacío, desde el vacío de quien comunica, que no tiene nada que comunicar, y en el vacío de quien escucha, que no tiene nada que escuchar.

La palabra, ha escrito alguien, es un instrumento de comunicación si antes ha habido un acto de voluntad: la decisión de intentar entender o intentar hacerse comprender. Sin esta decisión, el lenguaje, la palabra, es solo ruido.

Esto es, hoy, en gran medida nuestra sociedad: ruido, prisa, inconsciencia… Esto crea un creciente malestar en nuestra sociedad. Es evidente. Pero cuando este ritmo de vida tiene una proyección en la dimensión espiritual el malestar se hace más profundo. Dios en la experiencia humana va siendo el gran desconocido.

Todos estos sentimientos me sugiere por una parte tu palabra sobre el silencio: «“Dios no estaba en el trueno, ni en el huracán; estaba en la brisa suave”. Que Dios sea tu brisa suave, que todo lo allana, todo lo embellece».

Y por otra parte tu palabra viene a reforzarse con la palabra de la Escritura: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás… Mi Señor me ayudaba; por eso no quedaba confundido».

Pero precisamos de la atención que nos disponga para la escucha. Que no es un mero oír. No una mera audición mecánica. Necesitamos escuchar. «Escuchar con el oído del corazón», como enseña la Regla de san Benito, «acoger con gusto la palabra y ponerla en práctica». Esta escucha precisa del silencio al que difícilmente accede hoy la persona. Esta escucha necesita silenciar muchas cosas y circunstancias por fuera, para poder llevar nuestra atención al interior, ese espacio donde nos habla, donde podemos escuchar en verdad, el verdadero Maestro, que cual brisa suave, como dices, todo lo allana y embellece.

¡Hay tantas cosas, tantas circunstancias y experiencias de la vida que violentan el corazón!, en este corazón que está hecho por Dios y para Dios; en este corazón que es la verdadera aula donde Dios imparte su enseñanza. Es aquí donde él me abre el oído, donde puedo experimentar su ayuda. Necesitamos tener un talante de discípulo. O ser lo que se dice que es el hombre: el oyente de la palabra. Entonces es cuando valoramos la palabra de Dios y la palabra de los hombres también; porque el aula de Dios está sobre todo en el corazón, pero resuena por todo el universo, creado por la misma palabra de Dios.

Quien busca a Dios debe tener en cuenta esta unidad de todo el universo. Escuchar la Palabra de Dios es un óptimo ejercicio y adiestramiento para la escucha de la palabra humana; así como la escucha de la palabra humana es un buen ejercicio que prepara el corazón para la escucha de Dios. Y nunca puede haber una buena escucha sin la «brisa» del silencio.

Que sea tu delicia esa «brisa» que todo lo allana y embellece. Un abrazo,

+ P. Abad