29 de mayo de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO PASCUAL
Domingo 6º de Pascua

Comentario sobre los salmos de san Agustín obispo (148,1-2)
Toda nuestra vida debe transcurrir en la alabanza de Dios, porque en esta alabanza consistirá la alegría sempiterna de la vida futura, y nadie puede hacerse idóneo para la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora alabamos a Dios, pero también le pedimos. Nuestra alabanza incluye la alegría; la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos, y porque es veraz quien nos lo ha prometido, nos alegramos en la esperanza, pero como que todavía no lo poseemos, gemimos con el deseo. Buena es perseverar en este deseo, mientras no llegue lo que nos ha sido prometido; cuando llegue cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Debido a estos dos tiempos —uno, el presente, que transcurre en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que disfrutaremos de la seguridad y de la alegría perpetuas— ha estar instituida la celebración de un tiempo doble, el de antes y el de después de la Pascua. Lo que precede a la Pascua significa las tribulaciones que pasamos en esta vida, lo que celebramos después de Pascua significa la felicidad que después poseeremos. Por lo tanto, antes de la Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos, después de la Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por eso, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones, en el segundo, en cambio, descansamos de los ayunos, y todo transcurre en la alabanza. Es lo que significa el Aleluya que cantamos.

Ahora, pues, os exhortamos a la alabanza de Dios, y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: «Aleluya. Alabad al Señor», nos decimos unos a otros, y así todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, es decir, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestros hechos.

De los sermones del cardenal Newman
El regreso de Cristo a su Padre es fuente de pena, debido a que implica su ausencia, y a la vez es fuente de alegría, porque implica su presencia. De la doctrina de su Resurrección y de su Ascensión brotan estas paradojas cristianas a menudo mencionadas en la Escritura: es decir, que tenemos pena sin dejar de alegrarnos, «como aquellos que no tienen nada y todo lo poseen» .

Esta es en verdad nuestra condición presente: hemos perdido el Cristo y lo hemos encontrado, ya no lo vemos y, con todo, la presentimos... ¿Cómo es posible esto? Es que hemos perdido la percepción sensible y consciente de su persona; ya ni podemos mirarlo, ni oír, ni conversar, ni seguirlo de un lado a otro, pero nos alegramos espiritualmente, inmaterialmente, mentalmente y realmente de su visión y de su posesión, una posesión que contiene más realidad y más presencia que la que pudieran disfrutar los apóstoles mientras vivía en esta carne, porque es espiritual e invisible. Cuando el Cristo afirma que se va y que volverá, no hace referencia sólo a su naturaleza divina omnipresente, sino a su naturaleza humana. En tanto que Cristo, declara él, el Mediador encarnado, estará para siempre con su Iglesia.

Aun así, podríamos sentir la tentación de interpretar esta afirmación de la siguiente manera: «Se ha ido y ha vuelto a nosotros, pero en espíritu, es su Espíritu el que ha vuelto en lugar de él, y cuando nos dice que está con nosotros día tras día, esto se refiere únicamente a su Espíritu ». Nadie, evidentemente, puede negar que el Espíritu Santo ha venido, pero ¿por qué ha venido? ¿Para suplir la ausencia del Cristo o, más bien, para cumplir su presencia? Con toda seguridad que ha venido para hacerlo presente. No pensemos ni por un momento que el Espíritu Santo pueda venir de manera que el Hijo quede alejado. No, no ha venido para que el Cristo no venga, sino más bien porque el Cristo pueda volver en su venida. Por el Espíritu Santo entramos en comunión con el Padre y el Hijo. Fortalecidos vigorosamente en el hombre interior, por medio de su Espíritu, para que el Cristo habite por la fe en nuestros corazones. El Espíritu Santo suscita, la fe acoge la habitación de Cristo en el corazón. Así, pues, el Espíritu no toma el lugar de Cristo en el alma, sino que asegura este lugar a Cristo.