Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,1-5.8b-12-14.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38
Hoy, esta escena evangélica está sabiamente completada con las otras lecturas de la Palabra de Dios, lo cual nos puede ayudar a enriquecer nuestra contemplación y adentrarnos en este misterio de amor.
En la primera lectura, David quiere construir un templo digno a Dios, pues el Arca de la Alianza, que era el signo de la presencia de la divinidad, se guardaba en un envelado. En un principio parece que Dios le escucha, pero poco después Dios rectifica por medio del profeta: “No serás tú quien me edifique una casa, un templo. Seré quien te edificaré una casa, y te daré un sucesor, un descendiente salido de tus entrañas, y consolidaré su reino para siempre”.
En la Carta a los cristianos de Roma, san Pablo da gloria a Dios porque ha revelado su plan, escondido en el silencio de los siglos, y que ha ido saliendo a la luz, mediante los escritos proféticos, y puesto, finalmente, al servicio de todos los pueblos. ¿Y cuál es este plan de Dios?
Lo contemplamos en esta escena singular, bellísima, del Evangelio. Escena muy sugerente, que ha atraído siempre la mirada contemplativa, de artistas, de místicos, de todo el pueblo cristiano. Es una escena que retumba en los campos de la cristiandad, con las campanas del Ángelus, y que viene a ser por sus Ave María una especie de respiración de la tierra hacia el cielo.
Una escena que el evangelista Lucas recoge de labios de la Virgen, en una escena que parece querer recordarnos la llamada de Abraham. Aunque esta escena, solemne también, es más dulce, más entrañable.
Una escena que nos da primeros y preciosos detalles de la construcción de la casa por parte de Dios, como prometió a través del profeta del Antiguo Testamento. Y que recuerda los preciosos versos de santa Teresa, que pone en la boca de Dios: «Porque tú eres mi aposento, eres mi casa y mi morada».
En esta escena la persona humana, la Virgen no está pasiva. Después del saludo y la primera comunicación del ángel Gabriel, María responde. Para manifestar su desconcierto ante un Dios que parece contradecirse a sí mismo, pues Él ha aceptado su virginidad, y ahora parece mostrarle otro horizonte: la maternidad. Pero no duda de los designios de Dios, pues no responde: “esto no puede ser, pues no conozco hombre”, sino que presintiendo un camino que desconoce, que desconoce, dice al ángel: «¿Cómo será eso, porque yo no conozco varón?»
El ángel completa su mensaje, solemnemente, y recordando los primeros días de la creación, anuncia un nuevo nacimiento, una nueva creación, ahora con una manifestación más concreta del Misterio de Dios, el Misterio de Amor Trinitario.
El Padre que muestra su potencia en una nueva creación. El Hijo que va a nacer en un nacimiento temporal, imagen de su generación eterna. Y el Espíritu que va a fecundar y envolver en amor consumado la acción del Padre y del Hijo.
Esta es la esfera divina de la escena. En la esfera humana, aparece María. Sola. Silenciosa. Nadie sabe lo que sucede en su interior. En silencio. Los TRES respetan su consentimiento, que no coarta la libertad.
Y viene a la memoria el texto memorable de san Bernardo en su obra Alabanzas a la Virgen Madre: «Señora, esperamos esa palabra tuya… Di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra. El mismo Rey y Señor suspira por escucharte… Contesta con prontitud…»
María presiente que lo fundamental de su respuesta tiene dos matices: uno de alegría y de gloria; y otro de pena y redención. Acepta la carga, la gloria con todo su peso de dificultades y sufrimiento.
Pero su respuesta no es SI. Como si fuera a ser una falta de delicadeza, como si todo estuviera hecho. Ella dirá: «HAGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA». Que esto se cumpla en mí… Como deslizando su libertad en el designio de Dios, hoy de alegría y mañana de sufrimiento. FIAT, más allá de la alegría y la pena: que se cumpla en mí.
Hermanos: «alcemos los dinteles, elevemos los portones eternos que va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23,7) como invita el salmista. Y cantemos hoy con el salmista: «Señor, cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88).