20 de diciembre de 2020

DOMINGO IV DE ADVIENTO (Año B)

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sam 7,1-5.8b-12-14.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38

«No se puede imaginar una escena más divina y más humana a la vez, y que nos dé una idea mejor de lo que pasa a menudo en la vida de los hombres» (J. Guitton). Una escena largamente contemplada en silencio y plasmada en obras de gran belleza: en la pintura, la arquitectura, la literatura…, pero sobre todo es una invitación para nosotros, a contemplarla y considerar que pasa en nuestra vida.

Hoy, esta escena evangélica está sabiamente completada con las otras lecturas de la Palabra de Dios, lo cual nos puede ayudar a enriquecer nuestra contemplación y adentrarnos en este misterio de amor.

En la primera lectura, David quiere construir un templo digno a Dios, pues el Arca de la Alianza, que era el signo de la presencia de la divinidad, se guardaba en un envelado. En un principio parece que Dios le escucha, pero poco después Dios rectifica por medio del profeta: “No serás tú quien me edifique una casa, un templo. Seré quien te edificaré una casa, y te daré un sucesor, un descendiente salido de tus entrañas, y consolidaré su reino para siempre”.

En la Carta a los cristianos de Roma, san Pablo da gloria a Dios porque ha revelado su plan, escondido en el silencio de los siglos, y que ha ido saliendo a la luz, mediante los escritos proféticos, y puesto, finalmente, al servicio de todos los pueblos. ¿Y cuál es este plan de Dios?

Lo contemplamos en esta escena singular, bellísima, del Evangelio. Escena muy sugerente, que ha atraído siempre la mirada contemplativa, de artistas, de místicos, de todo el pueblo cristiano. Es una escena que retumba en los campos de la cristiandad, con las campanas del Ángelus, y que viene a ser por sus Ave María una especie de respiración de la tierra hacia el cielo.

Una escena que el evangelista Lucas recoge de labios de la Virgen, en una escena que parece querer recordarnos la llamada de Abraham. Aunque esta escena, solemne también, es más dulce, más entrañable.

Una escena que nos da primeros y preciosos detalles de la construcción de la casa por parte de Dios, como prometió a través del profeta del Antiguo Testamento. Y que recuerda los preciosos versos de santa Teresa, que pone en la boca de Dios: «Porque tú eres mi aposento, eres mi casa y mi morada».

En esta escena la persona humana, la Virgen no está pasiva. Después del saludo y la primera comunicación del ángel Gabriel, María responde. Para manifestar su desconcierto ante un Dios que parece contradecirse a sí mismo, pues Él ha aceptado su virginidad, y ahora parece mostrarle otro horizonte: la maternidad. Pero no duda de los designios de Dios, pues no responde: “esto no puede ser, pues no conozco hombre”, sino que presintiendo un camino que desconoce, que desconoce, dice al ángel: «¿Cómo será eso, porque yo no conozco varón?»

El ángel completa su mensaje, solemnemente, y recordando los primeros días de la creación, anuncia un nuevo nacimiento, una nueva creación, ahora con una manifestación más concreta del Misterio de Dios, el Misterio de Amor Trinitario.

El Padre que muestra su potencia en una nueva creación. El Hijo que va a nacer en un nacimiento temporal, imagen de su generación eterna. Y el Espíritu que va a fecundar y envolver en amor consumado la acción del Padre y del Hijo.

Esta es la esfera divina de la escena. En la esfera humana, aparece María. Sola. Silenciosa. Nadie sabe lo que sucede en su interior. En silencio. Los TRES respetan su consentimiento, que no coarta la libertad.

Y viene a la memoria el texto memorable de san Bernardo en su obra Alabanzas a la Virgen Madre: «Señora, esperamos esa palabra tuya… Di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra. El mismo Rey y Señor suspira por escucharte… Contesta con prontitud…»

María presiente que lo fundamental de su respuesta tiene dos matices: uno de alegría y de gloria; y otro de pena y redención. Acepta la carga, la gloria con todo su peso de dificultades y sufrimiento.

Pero su respuesta no es SI. Como si fuera a ser una falta de delicadeza, como si todo estuviera hecho. Ella dirá: «HAGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA». Que esto se cumpla en mí… Como deslizando su libertad en el designio de Dios, hoy de alegría y mañana de sufrimiento. FIAT, más allá de la alegría y la pena: que se cumpla en mí.

Hermanos: «alcemos los dinteles, elevemos los portones eternos que va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23,7) como invita el salmista. Y cantemos hoy con el salmista: «Señor, cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88).

8 de noviembre de 2020

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Sab 6,12-16; Sal 62; 1Tes 4,13-18; Mt 25,1-13

Hay un libro delicioso que seguramente habéis leído: «El Principito». Es un cuento que nos narra las aventuras de este personaje que se dedica a recorrer los planetas. En el segundo planeta que visita vivía un vanidoso.

«—¡Buenos días!, le dijo, qué sombrero más raro lleva usted. —Es para saludar cuando me aclaman, le respondió el vanidoso. —Desgraciadamente por aquí nunca pasa nadie. —Y qué hay que hacer para que se caiga el sombrero, le dijo el Principito. Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos solo oyen las alabanzas. —¿De verdad me admiras mucho?, le dijo el vanidoso. —¿Qué significa admirar? Le dijo el Principito. —Admirar significa reconocer que soy el hombre más guapo, el mejor vestido, el más rico e inteligente del planeta. El mejor en todo… —Pero, ¡si estás solo en el planeta! —Dame ese gusto, admírame a pesar de todo. —Te admiro, dijo el Principito encogiéndose de hombros. —Pero ¿para que puede interesarte esto. Y el Principito se fue. —Desde luego, los mayores son muy raros se dijo a sí mismo durante el viaje.»

Evidente. Los humanos, los mayores, somos muy raros. Fijaos, acabamos de escuchar la Palabra de Dios que nos decía que la sabiduría nunca se apaga, que la encuentran los que la buscan; que no tienes que cansarte para encontrarla, pues está sentada a las puertas de casa, y además que está rondando siempre buscándonos.

Pero desplegamos la mirada sobre el mundo y la vida de los humanos, sobre nuestra vida, y reconocemos que no sabemos hacia donde vamos. Que nos falta esa sabiduría. Y cada día vamos más desorientados, más perdidos, con más oscuridad, más aburridos… Pero, vanidosos mucho: queremos ser los mejores en todo, ser más felices, más ricos, más inteligentes… como el vanidoso del cuento. Queremos que nos admiren…

Evidente. Los mayores somos muy raros. Debemos de salir de casa por la ventana, y, claro, así no encontramos esa sabiduría que está sentada a la puerta. O ni siquiera por la ventana, sino que bajamos rápidamente al sótano para salir a toda velocidad por la puerta del garaje.

Pues vamos con prisa, con mucha prisa. No tenemos tiempo; vivimos en una sociedad sin tiempo. tenemos necesidad de encontrar al Principito de turno que nos admire, que nos reconozcan como los mejores… Trabajamos eficazmente para dar lugar a una nueva sociedad: la sociedad de la locura.

Por ello, toda esta fatiga nuestra no llega a poner paz en el corazón. Porque el corazón humano tiene otros deseos, otras preocupaciones: el corazón, como hemos cantado en el salmo tiene sed. «Sed de Dios, como una tierra reseca sin una gota de agua». Toda esta fatiga de la vida del hombre, de nuestra vida, por ser reconocidos los mejores nos hace transformarnos en una tierra seca, vacía, sin una gota de agua, pero no con una sed de Dios, sino con esa sed de ser admirados como los mejores. Y esto nos lleva a la desorientación, a la crispación… Sin embargo el corazón humano no está configurado para ser admirado y ser reconocido como el mejor en todo, sino que esta configurado para contemplar la gloria, el poder, el amor de Dios. Entonces, Dios es el único que puede saciar nuestra sed.

Hay que salir por la puerta donde nos espera la sabiduría que pone en nuestras manos la luz del Evangelio y de la Regla, para caminar con seguridad a comprar el aceite para nuestra lámpara, y volver de nuevo a casa, a recogernos en la quietud de nuestra casa a la espera del Esposo, que no tiene una hora exacta anunciada, que parece que le gusta sorprendernos, pues ya habéis oído que llega a medianoche. Debemos tener dispuestas las lámparas. ¿Tiene aceite tu lámpara?

Este año hay una buena cosecha de aceite. Salgamos a comprarlo mientras es de día. Salgamos por la puerta. Y retornemos a nuestra casa. A la intimidad de tu espacio interior. A esperar al Esposo, que se presenta en tu morada, en tu aposento, que es también el Suyo.

No pierdas el tiempo buscando que te admiren, vuelve con prontitud al recogimiento de tu casa, A enderezar tu lámpara con una buena luz. Antes de medianoche. Aviva tu deseo de encontrarte con Aquel que quiere saciar tu sed. La sed de tu corazón reseco «como una tierra sin una gota de agua».