26 de enero de 2012

SAN ROBERTO, SAN ALBERICO Y SAN ESTEBAN, ABADES DE CISTER

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Eclo 44, 1.10-15; Sal 149 1-6.9; Hebr 11, 1-2.8-16; Mc 10, 24-30

«Los santos Roberto, Alberico y Esteban, con otros compañeros, marcharon a Cîteaux para vivir su profesión monástica observando la santa Regla».

Con esta antífona empezamos el primer nocturno del Oficio de Maitines. Roberto, Alberico y Esteban con otros compañeros, 21 monjes en total, salen para Citeaux en el año 1098.

Son tiempos, estos del siglo XI, en que vuelve el ideal de los Padres del Desierto, buscando un compromiso mayor con la pobreza y la perfección; una oración más encarnada y menos espectacular que la que dominaba en Cluny; una vida más descentralizada. Una nueva sensibilidad que renunciando a instituciones decadentes buscan nuevas formas de vida religiosa…

Se diría que en la víspera de emprender el camino hacia el Nuevo Monasterio han hecho la lectio Divina con Mc 10,24-30, este evangelio que acaba de ser proclamado y que dentro de la secuencia evangélica del Joven rico que busca la vida eterna, plantea una fuerte exigencia, de superación, de maduración constante, en un camino de vida espiritual.

Los discípulos quedan asombrados ante las palabras de Jesús sobre la dificultad para quienes tienen riquezas, de entrar en el Reino. La aclaración de Jesús ante el asombro de los discípulos es hacer más compleja la dificultad: «más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre el en el Reino». Los discípulos acaban desorientados, sin saber qué decir.

Jesús cuando plantea la exigencia del Reino no rebaja esta exigencia sino que se afirma en ella, la subraya.

Podríamos pensar en otros textos evangélicos en lo que Jesús dialoga con diferentes personas, y sea cual sea la actitud de sus interlocutores nunca da un paso atrás en su exigencia de vida espiritual. Así, por ejemplo, el discurso del Pan de vida cuando los judíos protestaban acerca de cómo pretendía ser el Pan de vida y dar a comer su carne… Jesús acentúa más sus palabras, proponiendo más exigencia: «os aseguro que si no coméis la carne y la sangre de este Hombre no tendréis vida en vosotros. La obra que Dios quiere es esta: que tengáis fe en su enviado» (Jn 6). La obra que Dios quiere, que vivamos una relación íntima con Jesucristo, su enviado. Que tengamos fe en él.

«La fe es un anticipo de lo que se espera». ¿Y qué esperamos? Ver cara a cara a Dios. Aquí lo vemos por la fe, como en un espejo, y así vamos creciendo de claridad en claridad, como enseña san Pablo: «nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, para reflejar la gloria del Señor». (2Cor 3,18)

Pero este crecer de claridad en claridad, transformándonos en su imagen, supone aceptar y asumir en nuestra vida las nuevas exigencias que nos pone la vivencia de la fe, el deseo de progresar en nuestra vida espiritual, de cumplir la voluntad de Dios.

Este es el camino de siguieron nuestros antepasados en la fe, y que hoy nos ha recordado la lectura de Hebreos. Y este es el camino de nuestros antepasados los santos padres de Cîteaux. Por la fe responden a la llamada de Dios. Por la fe reciben nuevo vigor para el camino de la vida, y dejar una nueva descendencia.

La vida en el Nuevo Monasterio no será fácil, sino extremadamente dura. Y mueren con fe sin llegar a recibir lo prometido, sino viéndolo y saludándolo desde lejos. Siempre con la nostalgia de un pasado, de una patria que han dejado, y suspirando, deseando una patria mejor, una nueva tierra de la promesa.

Esta fue la experiencia de Abraham, y aquellos primeros patriarcas de nuestra fe. Esta fue también la experiencia, muy dura, que vivieron nuestros santos padres.

«Hagamos, pues el elogio de estos hombres de bien», de estos hombres de Dios que nos abrieron un camino, que vivieron una experiencia que hoy sigue siendo un testimonio vivo para nosotros, una invitación a vivir unos valores que hoy son necesarios para nuestro tiempo. Celebremos pidiendo una fe viva, que nos haga dignos de ellos. Para que su recuerdo y el nuestro perduren por siempre. Y no se olvide nuestra caridad.