1 de noviembre de 2010

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

Esta fiesta de Todos los Santos quizás no llega a tener un perfil muy definido en la conciencia de los cristianos, a pesar de que la Iglesia la celebra con gran solemnidad y alegría. El motivo es que está unida al Día de Difuntos. Y habitualmente en este día vamos a visitar los cementerios, como una muestra de que no olvidamos a los seres queridos que nos dejaron. Sin embargo desde el punto de vista teológico no resulta extraño que todos los santos y todos los difuntos formen una única comunidad.

Al celebrar Todos los Santos, pensamos sobre todo en los santos anónimos, en los desconocidos, en los que no han llamado la atención en la Iglesia, en los que no han conquistado la fama. Cada una de estas fiestas encierra su propio misterio.

¿Cuál es el mensaje de hoy, de esta fiesta de Todos los Santos? El hecho que hay personas humanas que han alcanzado su objetivo; hay personas que han alcanzado su perfección, lo inverosímil: amarse a sí mismo por encima de sí mismos, que no lloraron en vano, que trabajaron por ser instrumentos de paz, con hambre y sed de justicia, que fueron perseguidos, que encontraron la vida a través de la muerte, que encontraron la riqueza eterna mediante la pérdida de la temporal.

El vidente del Apocalipsis nos habla de «una muchedumbre inmensa que nadie podía contar». El vidente del Apocalipsis está contemplando «los cuatro ángeles, en los cuatro ángulos de la tierra, preparados para dañar a la tierra». «De repente aparece otro ángel con el sello del Dios vivo». Está a punto de desvelarse el secreto íntimo de la historia.

Pero la escena se detiene y no puede continuar ante el grito de este último ángel: «no dañéis a la tierra, hasta que marquemos a todos los siervos de Dios». Se pone en escena un rito de tipo litúrgico.

El «sello del Dios vivo» queda impreso en la frente de los servidores de Dios. En una inmensa muchedumbre de personas, de las que no sabemos su nombre y apellidos, pero acabaron su vida con el sello del Dios vivo. Un sello alcanzado a través de la gran tribulación de esta tierra. Pero un sello donde estaba grabado el programa de las bienaventuranzas.

Esta fiesta nos da derecho a la esperanza de encontrar a todos aquellos a quienes amó nuestro corazón, a nuestros seres queridos, a los amigos que ya se fueron, a todos aquellos de los que tenemos la impresión que hubo en ellos demasiada bondad, demasiada grandeza humana, como para que pudieran perder a Dios para siempre.

Podríamos creer que en esta fiesta se afirma que toda la vida humana es tan noble y tan valiosa, que ha de terminar en un desenlace como éste. Podríamos suponer que la fiesta nos dice: Dios puede transformar a todos en santos, en algo admirable, en obra de arte, en sorpresa ante la que el corazón se parará lleno de asombro por toda la eternidad. Celebramos a estos hombres anónimos en unión con aquellos que conocemos por su propio nombre, a los que la Iglesia invoca habitualmente en medio de la asamblea de la comunidad de los santos.

La gracia de Dios más fuerte que la resistencia de los hombres. La gracia de Dios tiene la última palabra y ha asumido el mundo en la carne muerta y glorificada de Cristo.

Pero no se nos ha manifestado plenamente. En Cristo ha dicho su palabra definitiva, que también se ha cumplido en una inmensa muchedumbre cuyos rostros desconocemos.

Pero el amor de Dios ha triunfado en su Hijo primogénito, y en El en muchos hermanos nuestros… Y en el Hijo nos ha manifestado su amor, hasta el extremo de llamarnos también hijos suyos. ¡Lo somos! Aunque no se ha manifestado esta realidad, ni siquiera nosotros mismos tampoco vivimos con una plena conciencia de esta realidad, dado que el programa de vida de un hijo de Dios no siempre lo tenemos a mano. Es el programa de las bienaventuranzas. Es el Sermón de la Montaña. Donde Jesús se sienta, toma la palabra y empieza a enseñar: «Dichosos los pobres de espíritu».

Comentará san Bernardo: «¿Por qué vosotros, insensatos hijos de Adán, seguís buscando y ansiando las riquezas, si la felicidad de los pobres ya está garantizada por Dios, proclamada en el mundo y aceptada por los hombres? ¿con qué cara o con qué alma puede ir el cristiano tras las riquezas, después que Cristo proclamó dichosos a los pobres?» (Sermón 1)

Todos los Santos es la fiesta del amor. Deberíamos pedir que Dios quiera tocar nuestro corazón con su Palabra, para que podamos de una vez olvidarnos de nosotros mismos, para que nos mueva siempre una palabra de vida. Deberíamos alabar a Dios porque es poderoso y misericordioso, y hacerlo con aquel amor que se abre con la actitud de esa pobreza de las bienaventuranzas en los demás. Incluso en su felicidad. Deberíamos escuchar el silencio de la eternidad, que si queremos oír, nos habla más alto que el ruido huracanado del mundo. Deberíamos oír las palabras: «Dice el Señor: bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, han de descansar de sus trabajos, y sus obras les acompañan». Deberíamos descubrir la incalculable grandeza del mundo de la historia, que ha sido ya integrada en la eternidad de Dios, para que nosotros, los que llegamos después, encontremos esperanza, consuelo, ánimo y confianza. Y deberíamos hablar con nuestros santos, deberíamos saludarles, deberíamos invocarlos para que nos ayuden en el camino que conduce hasta ellos: ante la faz de nuestro Señor.