2 de noviembre de 2010

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27; Salmo 24; Filp 3,20-21; Lc 23,33.39-43

La muerte, plenitud de la vida. Es el título de un libro. Y en prólogo de este libro dice cosas tan atractivas como estas: «Si existe hoy en día una urgencia terminante para el hombre es la descubrir caminos que conduzcan a la luz. Estamos casi todos muy detenidos e instalados en las sombras. Es el gran mal general: nos dirigimos a ningún sitio y nos hemos habituado a sobrevivir en el centro de la noche. Si sufrimos un preocupante eclipse de Dios ello se debe al olvido sistemático del hombre. El problema radica en haberse vuelto de espaldas al hombre».

Con estas palabras quizás estaremos bastante de acuerdo a poco que contemplemos el panorama de nuestra sociedad, de nuestras propias vidas. Puesto que vivimos también en esta sociedad, no nos excluyamos de modo privilegiado.

Pero también dice en el mismo prólogo: «Todo es gracia. Algún día, cuando el hombre haya concluido su carrera, descubrirá, fervoroso, que todo absolutamente le fue regalado, como un hermoso quehacer inmerecido. Provenimos de la gracia y al reino de la gracia nos encaminamos. La vida es una larga marcha hacia la plenitud, de modo que la muerte misma parece que arrambla toda esperanza, pero no es sino un abrir puertas a los campos infinitos del ser pleno…Nos dirigimos derechos hacia un mundo en el que los bosques, los ríos, los ocasos transparentes, los claros amaneceres, las palabras sobre la existencia se inundaran de música de la otra orilla. No nos aviejamos, nos hacemos niños. Es decir nos vamos sazonando de eternidad…».

Quizás con estas palabras nos cueste más ponernos de acuerdo. Nos cuesta mirar al mundo. Y cuando lo miramos nuestros ojos se quedan en la superficie y quedamos enseguida cogidos por lo negativo, y nuestra mirada queda empañada para la belleza. Y nuestros oídos se cierran también a la armonía de la belleza eterna, cuya melodía ya ha empezado.

La celebración de hoy, día de los Fieles Difuntos puede rejuvenecer nuestra esperanza, si llegamos a abrirnos para acoger el regalo de la gracia divina.

Y para esto celebramos, como el mejor de los caminos, la muerte de Cristo, que no es un suceso pasado (lo es para muchos cristianos). En lo externo es pasado, pero tiene una validez eterna ante Dios: es el acontecimiento de la historia de la humanidad por causa de la cual el Dios eterno mantiene abrazada sin descanso esa humanidad, en su misericordia y en su amor.

Es importante, es necesario, contemplar este Cristo pendiente sobre el altar, donde celebramos el gran y profundo misterio de la muerte y la vida. Contemplar a este Cristo pendiente en otros lugares significativos de la casa. Es el amor crucificado.

¿Puede estar crucificado el amor? Puede. Lo crucifica mi rutina. Lo crucifica mi inconsciencia. Lo crucifica mi corazón cerrado que impide el renacer de algo nuevo dentro de mí, y así continuo con lo de siempre, con lo viejo, con el resentimiento, que viene a ser un volver a sentir lo antiguo, lo viejo, lo de siempre… Así hago perfectamente imposible la reconciliación. Así crucifico el amor.

Pero así, también, no entiendo el amor. No entiendo tampoco la muerte. Y en definitiva vengo a ser una profunda ignorancia de la vida.

Porque la vida es la verdadera muerte; y lo que solemos llamar muerte es el fin de ese morir, que se extiende a lo largo de la vida.

Esa vida que va muriendo, y ese morir en vida es precisamente el acto permanente de la fe que nos lleva a una aceptación voluntaria de nuestro destino. Pero al vivir esa pobreza de aceptación de nuestro destino nos hacemos más libres para la feliz inmensidad de Dios, que dispone de nosotros, queramos o no.

La muerte que se realiza a lo largo de la vida es, por tanto un acto de fe lleno de confianza, que da al hombre el valor de dejarse dominar, o es el pecado mortal, la soberbia, que dispone de mi mismo, el miedo, la desesperación.

Para comprender este misterio de la muerte y la vida necesitamos mirar la muerte de Cristo, oír y repetir en la vida y en la muerte las palabras que él dijo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».

Cuando, en el abandono más extremo y duro, nos dejamos caer en las manos del Dios eterno, llegamos a comprender y superar la muerte.

No olvidemos la escena del evangelio: Junto a Cristo hay dos hombres que van a morir. Maldecían la muerte, no la comprendían. ¿Quién es capaz de comprenderla?
Pero uno miró la muerte de Cristo. Le basto para comprender la suya. Y por eso le dice: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Y el Hijo del hombre que participaba en nuestro destino de muerte le contesta: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

A nosotros nos dice lo mismo. Si lo oímos tenemos resuelto el enigma de la muerte.
Pero para que el mensaje de la felicidad de la muerte no nos quite el santo temor en que hemos de vivirla, nada dijo al otro ladrón. La tiniebla y el silencio que penden sobre esa muerte, es una advertencia a nosotros que la muerte puede ser el comienzo de la muerte eterna.

Contemplemos pues el amor crucificado, el amor que ha venido a ofrecernos la reconciliación, y a colaborar con él en el camino de la reconciliación. Contemplemos el amor crucificado. Porque solo el amor crucificado tiene abiertas de par en par las puertas de la Resurrección.