11 de marzo de 2012

LA CARTA DEL ABAD

Querido Ignacio:

Gracias por tus letras, en las que me anuncias que vas a venir a pasar un día por Poblet. Esto es para mí un motivo de alegría, compartir durante unas horas una mutua experiencia espiritual. De hecho, lo has comenzado a hacer cuando escribes en la despedida de tu carta: «Un abrazo, y no dejes de rezar por mí, para que sea lo que Dios quiere que sea (buen hijo suyo)».

Estas palabras me han venido a recordar un texto muy significativo para mí, en relación a la vida de oración: «Si alguna vez en nuestra oración tenemos los pies de Jesús (Mt 28,9), y nos adherimos a su humanidad y dejamos que nos domine un afecto meramente corporal, nosotros no nos equivocamos, pero retardamos la oración espiritual; pues Él mismo nos dice: “Os conviene que yo me vaya; pues si no me voy el Paráclito no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). Pero si cedemos a la indolencia y a la inercia, y clamamos a Dios desde lo profundo de la ignorancia, como encerrados en una cárcel; y si queremos ser escuchados, mientras no buscamos con avidez, con deseo, el rostro de Aquel a quien clamamos; y si no damos importancia a que esté irritado o apaciguado, cuando nos da lo que le pedimos, con tal que recibamos, pues se contenta quien obra así con lo que recibe de Dios… Tenga en cuenta que no sabe pedir gran cosa de Dios, y que no será gran cosa lo que recibirá… A Dios debemos pedir lo máximo: Él mismo. Llegar a ser por gracia, lo que Dios es por naturaleza». (Guillermo de Saint Thierry, Sobre la contemplación de Dios)

Esto nos debe llevar a orar en «espíritu y en verdad», como enseña Jesús a la Samaritana. Y quizás nosotros todavía estamos excesivamente apegados a una oración de petición de cosas, y en ocasiones en la línea de una «oración comercial»: si Tú me concedes esto, yo te daré…

Debemos hacer de su casa, «casa de oración», y la principal casa de Dios en este mundo es el corazón del hombre: «entra en tu casa, cierra la puerta y ruega al Padre». Dios ya nos lo ha dado todo en su Hijo. La sabiduría que debe dirigir nuestra vida, y, por tanto, también iluminar nuestra plegaria a Dios, es la de Cristo crucificado. Pero quizás no estemos del todo convencidos de que «lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». Y que debemos vaciar nuestro corazón de muchas cosas inútiles para que arraigue con fuerza esa «sabiduría de la debilidad», esa «sabiduría del Crucificado». Toda nuestra persona, toda nuestra vida, debe ser crecientemente agarrada por el amor de Dios, hasta sentirse centrada en Él, y que lleguemos «a no poder hacer otra cosa sino querer lo que Dios quiere». Pero supone contemplar mucho y bien, con un corazón abierto, la estampa del Crucificado.

Buscar a Dios, buscar contemplar sus huellas en la belleza de la creación, de manera que el primer movimiento de nuestra oración sea siempre un sentimiento de alabanza y de gratitud por todo lo que nos viene de Él.

Que el Señor te bendiga en tu nuevo destino, y des mucha gloria a Dios. Un abrazo,

+ P. Abad