8 de diciembre de 2011

INMACULADA CONCEPCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 3,9-15.20; Salm 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38

«Conserva tú también la Palabra, porque son felices quienes la guardan. Que penetre hasta lo más íntimo de tu alma, que penetre tus afectos y todas tus costumbres. Si guardas así la Palabra ella te guardará a ti». (San Bernardo, Sermón 5 sobre el Adviento, 1-3)

Esto es lo que hizo Santa María. Escuchar la Palabra, fiel en guardarla y dejar que penetrase en sus afectos, en sus costumbres, en su vida toda. Por esto puede escribir Benedicto XVI en su exhortación Verbum Domini, que «María la "llena de gracia" fue incondicionalmente dócil a la Palabra. Que su fe obediente va configurando toda su existencia a partir de la iniciativa de Dios. Que la Palabra de Dios es verdaderamente su casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios, la Palabra de Dios viene a ser su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, y su voluntad es la voluntad de Dios». (núm. 27-28)

¿Qué escuchamos nosotros de la Palabra de Dios? ¿Qué guardamos de ella en el corazón? ¿Cómo se proyecta esta Palabra en nuestra vida, nuestros afectos y nuestras costumbres? Quizás podemos sacar algunas enseñanzas para nuestra vida cristiana y monástica de la Palabra de Dios proclamada en esta fiesta.

La Palabra que ha sido proclamada nos presenta sobre todo dos mujeres, dos caminos distintos, dos actitudes diferentes en la escucha y la guarda de la Palabra de Dios, que han sido puestos de relieve por los Padres ya desde antiguo:

«Una virgen, un madero y la muerte fueron los símbolos de nuestra derrota; una virgen, un madero y una muerte son también los símbolos de nuestra victoria», nos enseña san Juan Crisóstomo.

«Eva seducida por la palabra del ángel para que se apartara de Dios, María es advertida por el ángel para llevar a Dios, obedeciendo a su Palabra», dirá san Ireneo.

«Eva fue la primera sabia, al tejer vestidos sensibles para Adán, a quien ella desnudó. A María le encargó Dios que nos diese a luz al cordero y a la oveja, y que de la gloria del cordero y de la oveja se hiciera para nosotros un vestido de incorrupción», nos enseña san Agustín.

«La hermosa y amable gloria del hombre se perdió a causa de Eva; fue restaurada a causa de María», cantan los himnos de san Efrén.

Y este paralelismo de muerte y de vida, de fidelidad e infidelidad al misterio de Dios permanece a lo largo de la historia de la vida de la Iglesia, hasta nosotros.

Esta fiesta nos muestra la existencia del pecado en la vida humana y le necesidad de una reparación del mismo. Que aquella bondad natural, o criatura inocente de la Ilustración, no llega a darnos una visión justa y completa de la vida humana. Que el Cristo privado y "psicológico" de los ilustrados es insuficiente, que un Dios generado en un "yo absoluto", como parece también buscarse hoy día, se queda en una vaguedad de sentimientos que no dan respuesta a las exigencias más profundas de la vida humana.

La respuesta digna la tenemos en las palabras de María, con las que responde al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».

Estas palabras de María representan la cima de todo comportamiento religioso ante Dios, porque expresan de la forma más elevada la disponibilidad pasiva a una prontitud activa; el vacío más profundo que acompaña a la más grande plenitud.

«Con su respuesta —escribe Orígenes— es como si María dijese a Dios: "aquí estoy, soy una tablilla encerada: escriba el Escritor lo que quiera, haga de mí aquello que el Señor quiere"». De esta manera Orígenes compara a María con la tablilla encerada que se usaba en aquel tiempo para escribir. María —diríamos nosotros hoy— se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la cual él puede escribir todo lo que quiera.

¿Y qué quiere escribir Dios?

Dios quiere escribir en María una carta de amor. Quiere dejar grabado, bien impreso en su corazón su proyecto de amor que desborda para anegar el corazón de la humanidad. La obra de Dios en María será la obra de toda la Trinidad, el proyecto de amor del que nos habla san Pablo en el principio de la carta a los Efesios: «En Cristo nos elige a todos los hombres. Ya antes de crear el mundo, para reflejar la santidad divina; nos elige para ser hijos. Y en Cristo recibimos por el Espíritu esta herencia».

María, aplastando la cabeza de la serpiente del Paraíso, inicia la realización del proyecto divino, con su disponibilidad plena a Dios, como Madre de la Iglesia, Iglesia llamada a prolongar la reconciliación que trae Cristo como paso previo para vivir y ser alabanza de la grandeza divina, inmerso en la comunión de amor trinitaria.

«Cantemos al Señor un cántico nuevo, ha hecho obras prodigiosas».

María es el cántico de la nueva creación de Dios; es su obra prodigiosa. Aprendemos de María la música y la letra de este cántico nuevo. Porque el Señor nos ha llamado a participar de este proyecto suyo.