27 de febrero de 2011

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO VII
Domingo 8º del tiempo ordinario

Comentario al evangelio de san Lucas, de san Ambrosio, obispo (L VII,124)

«Mirad las aves del cielo». Un bello ejemplo, digno de ser imitado por la fe. Porque si las aves del cielo, que no practican ningún tipo de agricultura ni recogen el fruto copioso de la cosecha, reciben, sin embargo, sin falta, de la providencia divina el alimento que necesitan, hemos de concluir que la avaricia es la causa de la nuestra indigencia. Porque si ellos disponen en abundancia de unos recursos que no han obtenido con su trabajo, es gracias a que no reivindican como propiedad privada estos frutos que les han sido dados como alimento para todos, mientras que nosotros hemos perdido justamente los bienes que teníamos en común al reivindicar nuestras propiedades. Nada es propiedad de nadie, porque no hay nada que dure en este mundo. ¿Por qué consideráis vuestras sus riquezas, cuando Dios ha querido que incluso la vida la tuviera en común con los otros animales? Las aves del cielo no consideran nada como propio y es por eso que no conocen la indigencia, ya que no envidian los demás.

«Fijaos cómo crecen los lirios del campo. Y si Dios viste así la hierba de los prados, que es hoy y mañana se quema en el fuego...» Bella palabra, también, y bien humana. Con la parábola del lirio y de la hierba, el discurso del Señor nos invita a confiar en que Dios nos concederá su misericordia, sea porque, según el sentido literal, no podemos alargar ni un solo instante nuestra vida, sea porque, en el sentido espiritual, no podemos ser hombres en plenitud sin la ayuda de Dios. ¿Qué otra cosa nos puede convencer mejor que ver incluso los seres irracionales bien vestidos por la providencia de Dios, sin que les falte nada de lo que puede embellecer y adornar? Con más razón, pues, hemos de creer que al hombre racional, si pone, sin dudar, su confianza en Dios en todas las necesidades, no le faltará nunca el favor divino.

De las Confesiones de san Agustín, obispo (L 10,26)

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

Cuando yo me adhiera ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti. Tú, al que llenas de ti, lo elevas, mas, como yo aún no me he llenado de ti, soy todavía para mí mismo una carga. Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de qué parte está la victoria.