29 de marzo de 2013

VIERNES SANTO. LA PASIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 52,13-52,12; Sl 30,2.6.12-17.25; He 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19.42

«Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: ¡Elí, Elí! ¿lema sabactaní?, esto es: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?... Dando un fuerte grito exhaló el espíritu».

El amor es lo más luminoso de la vida humana; el amor pone la luz de mediodía en el corazón humano. Ayer celebramos el anuncio de un amor que se entrega hasta el extremo. Cuando un enamorado abre su corazón y lo derrama en la otra persona, la vida de ambos queda iluminada; una nueva luz, una nueva esperanza, nueva vida… como un sol de mediodía se levanta sobre nosotros. Pero un Dios enamorado de nosotros, de la criatura humana ha llevado su amor hasta el extremo… ¿qué contemplamos hoy? El silencio de la cruz. Porque después que se ama hasta el extremo, ya no cabe sino el silencio contemplativo, esperando en silencio la correspondencia de otra mirada y otro gesto de amor.

Hoy, en esta hora sexta de la humanidad, sigue habiendo oscuridad sobre toda la tierra. Y sentimos como si el reloj del tiempo se hubiese parado y se percibiese como muy lejana esa mañana o amanecer del Domingo del Resucitado. Y en esta hora nona Jesús sigue gritando con una fuerte voz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

Hoy tendríamos que ser conscientes que este grito sale de millones de gargantas y de corazones destrozados, sin esperanza. Hoy, el silencio de la Cruz es también el grito del silencio de Cristo. Hoy contemplamos el silencio de Cristo. Pero este silencio no es el que contemplamos cuando besamos a este Cristo, un Cristo de madera clavado en una cruz. Nuestro beso debe llevar nuestra mirada y nuestro oído más allá, hasta escuchar el grito del silencio: de una infancia despreciada en su educación, de jóvenes inmersos en una sociedad sin rumbo, de familias arrojadas al viento de la calle, gracias a actitudes inmorales, y de leyes que favorecen a los poderosos de este mundo; llevar la mirada hacia la multitud de personas que pierden su perfil de personas en las largas filas del paro. Pero estos gritos todavía no alcanzan a los egos monstruosos y enfermos que no tienen suficiente con las cajas de ahorro de casa que necesitan la seguridad y rentabilidad de las de fuera. Es el grito de una progresiva desigualdad que parece querer poner en su sitio el 95% de la población: en el silencio de la cruz, mientras el 5% restante, se erige en la élite de mando que aspira a disponer de la riqueza del mundo. El silencio de Cristo vuelve. Y Cristo vuelve a subir a la cruz. Y hoy vuelve a gritar su silencio desde la cruz…

Y se querría silenciar el grito de la cruz. Hoy hay candidatos a inquisidores. Si, lamentablemente en el pasado la Iglesia dio lugar a una Inquisición que quiso silenciar el evangelio, hoy hay aprendices muy bien dotados de esta Inquisición, que quieren silenciar a Cristo y su evangelio. Así nos lo recuerda el diálogo del Gran Inquisidor con Cristo:

«¿Por qué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo te condenaré a la hoguera... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda... Cristo sin decir palabra le mira en silencio para darle finalmente un beso. El Inquisidor le abre la puerta y le dice: Marcha y no vuelvas más».

Pero los inquisidores no saben, o no quieren saberlo, que Cristo prometió su presencia permanente; que está viniendo continuamente a nuestro mundo, y que el silencio de Cristo en la Cruz de cada día de tantos millones de personas es el grito del silencio que irá creciendo hasta golpear los tímpanos de los grandes inquisidores, que quiere exiliar una y otra vez a quien trae una buena noticia para toda la humanidad.

Por esto haríamos bien en escuchar la invitación que nos hace Benedicto XVI: «la asamblea cristiana se recoge para meditar sobre el gran misterio del mal y del pecado que están oprimiendo a la humanidad, para meditar a la luz de la Palabra de Dios, y ayudados por los gestos litúrgicos que nos conmueven, las sufrimientos del Señor por nuestros pecados. Tenemos necesidad, realmente, de un día de silencio para meditar sobre la realidad de la vida humana, sobre las fuerzas del mal y sobre la gran fuerza del bien que nace de la Pasión y de la Resurrección del Señor».

Pero desde la Muerte y la Resurrección de Cristo en Jerusalén, Cristo no tiene otro cuerpo visible que el de los cristianos ni otro amor que el de los cristianos. Por ello, hoy es necesario que se oiga el grito del silencio de la Cruz. Y que meditemos un poco sobre su amor llevado hasta el extremo.