19 de marzo de 2010

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«Cuando una voz viene de Dios no llega a los oídos de todos, sino a aquellos que están interesados, para que se comprenda que el sonido no es a través de la lengua sino de la guía de un signo celeste». (San Ambrosio, Hom. Gen. III,2)

Se acaba de proclamar la palabra de Dios. Una voz de Dios que no llegará a los oídos de todos, sino a los interesados. Esta Palabra nos presenta hoy tres signos importantes, necesarios para nuestra vida espiritual: Abraham, David y san José

Abraham, es un hombre que mira al futuro. Su preocupación no es la ley, sino confiar en Dios. Un Dios que es comunión. Una fuerte comunión de amor que, de acuerdo a la naturaleza del verdadero amor, se vierte hacia fuera y hacia el futuro en un dinamismo incontenible de vida. Por esto Abraham sale de su casa y de los suyos y se hace peregrino, caminante, hacia ninguna tierra. Solo la garantía de un futuro. Y de un título: «padre de muchos pueblos», aunque de momento es ya de edad y sin descendencia. Dios juega fuerte, con el hombre que responde con fuerza, con fidelidad, con disponibilidad.

David es el otro signo. Tuvo una existencia movida, turbulenta, guerras, amores, lealtades. Un poco o un mucho de todo. Pero siempre interesado en escuchar la voz de Dios. Por eso san Bernardo habla de los eructos de David cuando escribe: «¿Por qué no iba a ser justo David cuando decía: Con ansias aguardo al Señor (Sal 39,2) Abrió su boca, atrajo el espíritu y cantó. Y también fue bueno el eructo de David cuando dijo: Eructa mi corazón una palabra buena». (Sobre el Cantar, Sermón 67)

David fue un varón justo que vive en la escucha de la voluntad de Dios, confiando en Él: «Justo era David y vivía de la fe, cuando decía a Dios: Dame inteligencia y tendré vida. Sabía que la inteligencia sucedería a la fe, que la luz de la vida se revelaría a la inteligencia y la vida a la luz. Antes hay que acercarse a la sombra y así pasar a lo que ella encubre, porque si no creéis, no entenderéis (Is 7,9) La fe es vida y sombra de vida». (Sobre el Cantar, Sermón 48)

También mira al futuro, quiere construir una casa para su Dios. Una casa que asegure su presencia entre su pueblo. Y obtiene la confirmación de este deseo como promesa que se hará realidad con su hijo Salomón. Aunque hay que decirlo también: una realidad provisional. Lo definitivo vendrá con el Mesías, el Salvador, de la mano de María y José.

Y contemplamos a san José. En san José convergen las vidas de Abraham y de David. «En todo esto se mostró, al igual que su esposa María, como un auténtico heredero de la fe de Abraham: fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. Su grandeza, como la de María, resalta aún más porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo —la humildad y el ocultamiento— en su existencia terrena». (Benedicto XVI)

Y la Redemptoris Custos de Juan Pablo II dice: «"José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 20-21). En estas palabras se halla el núcleo central de la verdad bíblica sobre san José, el momento de su existencia al que se refieren particularmente los Padres de la Iglesia. De manera discreta se recogen en la persona de san José muchos de los perfiles de la vida de esos dos grandes personajes bíblicos».

Mira al futuro: le pondrá por nombre Jesús porque Él salvará a su pueblo. El silencio profundo de su corazón le hace capaz de escuchar y contemplar la misma Palabra encarnada. «Como al mismo David le reveló los misterios ocultos de su sabiduría y le hizo confidente del misterio ignorado por todos los grandes del mundo. Finalmente le concedió no ya contemplar y escuchar, sino hasta tener en brazos, llevar de la mano, abrazar, alimentar y custodiar al mismo a quien tantos reyes y profetas desearon ver y no lo vieron, oír y no oyeron». (San Bernardo, En alabanza de la Virgen Madre, 16)

La voz de Dios nos llega hoy a través de la figura entrañable y sencilla de san José. Es una voz clara. ¿Estamos interesados en escucharla?