17 de enero de 2010

DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

LA BELLEZA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HOMILÍA
Is 62,1-5; Salm 95,1-3.7-10; 1Cor 12,4-11; Jn 2,1-12

Reflexión: que los días de nuestra vida se fundamenten en tu paz

Este pensamiento de la oración-colecta de hoy está en el corazón de todas las criaturas. Por otro lado es fácil ver que aquí tiene la criatura humana una de sus mayores frustraciones históricas. Pues a lo largo de la historia de la humanidad, se puede observar que le ha supuesto una tarea ardua, muy ardua alcanzar esa paz. Una paz que una vez lograda, inmediatamente se ha visto amenazada por la correspondiente violencia.

El apóstol Santiago habla en su Carta del espíritu de litigios y pendencias que domina el mundo: «Deseáis y no obtenéis, sentís envidia y despecho y no conseguís nada; lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis, porque no pedís; o si pedís, no recibís, porque pedís mal, para satisfacer vuestros apetitos». (Sant 4,1s)

El mundo es, esencialmente, lucha conflicto, división. Para que el mundo tenga paz sería necesario que los hombres renunciaran a su egoísmo, y no podemos estar en paz con otros si no lo estamos con nosotros mismos. Y no podemos estar en paz con nosotros mismos si no estamos dispuestos a hacer los sacrificios que exige la paz, sobre todo, en primer lugar, a renunciar a nuestro propio yo, y buscando nuestro ser en el otro, en los demás, y sobre todo en Cristo.

Cristo es quien nos trae la paz que el mundo no puede dar. Dice el profeta: «cuando digan paz, paz»… vendrá sobre ellos la violencia y la guerra. La paz que trae Cristo no es una paz de un «orden tiránico»; la paz que trae Cristo no suprime las diferencias, sino que promueve la fecunda colaboración. La paz no consiste en un hombre, un partido o una nación, que aplastan o dominan a los demás. La paz existe donde los hombres que pueden ser enemigos, son amigos en razón de los sacrificios que hacen para encontrarse a un nivel más alto, donde las diferencias que existen entre ellos ya son causa de conflicto.

Palabra

«La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo». El profeta es consciente del escepticismo de su pueblo, interesado solamente por el dinero, el bienestar… pero como otro Jeremías o Pablo siente la necesidad de anunciarle la Buena Noticia de la Palabra, el amor de Dios por él, un Dios que vendrá a su pueblo para hablarle en su misma naturaleza y en su mismo lenguaje. Un Dios que se va a hacer íntimo con el hombre, como lo son el marido y la mujer.

«Diversidad de dones pero un mismo Espíritu; diversidad de servicios, pero un mismo Señor, diversidad de funciones, pero un mismo Dios, que obra todo en todos». La unidad en la diversidad. Es evidente la diversidad en los dones, capacidades… de cada uno; es evidente la diversidad personal en la vida humana. Pero no debe llevarnos hasta el punto de separarnos o más aún: enfrentarnos. Porque es más fuerte lo que une que lo que separa. El creyente, debe ser un agente vivo al servicio de la unidad, de la reconciliación. Una reconciliación que debe respetar siempre y fomentar la diversidad y animar a ponerla a servicio de la comunión.

«María le dijo a Jesús: No les queda vino». María está siempre atenta a nuestras carencias más pequeñas. Aquí viene a ser una voz de confianza, de esperanza.

«María dice a los sirvientes: Haced lo que Él os diga». María sabe encontrar la respuesta para nuestros problemas. Aún aquellos que son más insignificantes, pero que pueden ser causa de una alegría profunda. La intervención de María parece que viene a adelantar la «Hora» de su Hijo. Este término es de gran importancia en el evangelio de Juan: es el momento supremo en que Jesús realizará su misión redentora.

«En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de los discípulos en Él». Dios se manifiesta en este signo de Caná a los discípulos. Este signo despertará la fe de los discípulos. El signo de Dios se completa con la fe de los discípulos.

Sabiduría sobre la Palabra

«Debéis glorificar a Cristo en todo. También Él os glorificó. No trato de daros órdenes, como si yo fuera alguien. Pues aunque me encuentre encadenado por el nombre de Cristo, no he llegado todavía a alcanzar en él la perfección. Ahora es cuando estoy empezando a ser su discípulo, y por ello os hablo como a condiscípulos míos que sois. Soy yo quien necesitaba vuestras palabras, vuestro aguante, vuestra comprensión, para sentirme fuerte en la fe. Pero la caridad no me deja pasar en silencio vuestras cosas. Por eso me adelanto a exhortaros que os unáis en la Palabra de Dios. Así como Jesucristo, nuestra vida inseparable, es la Palabra del Padre, así nuestros obispos, distribuidos a lo largo y lo ancho de la tierra, se asientan en la palabra de Jesucristo». (San Ignacio de Antioquia, Carta a los Efesios)

«El milagro de nuestro Señor de la conversión de agua en vino no es una maravilla a los ojos de quienes saben que lo ha hecho Dios. El que, con ocasión de las bodas, hizo el vino en seis ánforas, aquellas que mandó llenasen de agua, es el mismo que todos los años hace lo mismo en las vides. Lo que los servidores echaron en las vasijas fue convertirlo en vino por la acción del Señor. Esta misma acción fue convertirlo en vino por la acción del Señor. Esta misma acción convierte en vino lo que echan las nubes. Esto no nos admira, porque sucede todos los años, y por la frecuencia ha dejado de ser admirable, y, sin embargo, es más digno de reflexión que lo que hizo con las vasijas de agua. ¿Quién que piense detenidamente en las obras de Dios, por las que rige y gobierna todo el mundo, no se pasma de asombro, y queda como aplastado por el peso abrumador de tantos milagros?...». (San Agustín, Sobre el Evangelio de Juan, 8,2)