8 de julio de 2012

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo 14º del tiempo ordinario (Año B)

De los sermones de san Juan Crisóstomo, obispo

Los sentimientos de los primeros fieles eran de hombres poco centrados. Liberados recientemente del culto de los ídolos, tenían unas ideas muy groseras y poco criterio: mientras las cosas materiales atraían su curiosidad y su atención, no tenían ningún tipo de inteligencia para los dones incorporales y no sabían bien qué es una gracia espiritual y visible en la sola luz de la fe. Por eso, entonces había milagros. Entre las gracias del Espíritu las hay que son invisibles y únicamente accesibles a la fe, pero hay otras que se manifiestan por signos sensibles, a fin de despertar a los infieles. El perdón de los pecados, por ejemplo, es un don espiritual; no vemos, con los ojos carnales, como son borrados nuestros pecados. ¿Por qué? Porque es nuestra alma la que es purificada, y los ojos del cuerpo no saben ver el alma. El perdón de los pecados es, por tanto, un don espiritual inaccesible a los ojos del cuerpo. Por otro lado, hablar muchas lenguas es un efecto de la fuerza inmaterial del Espíritu; con todo, ese don se manifiesta por un signo sensible y de esta manera puede ser captado por los no creyentes.

Ahora bien, actualmente yo no tengo ninguna necesidad de prodigios. ¿Por qué? Porque he sido instruido en la fe en el Señor sin la intervención de ningún milagro. Se necesitan garantías al que no cree. Pero yo creo y no tengo necesidad ni de garantías ni de milagros, y, aunque no hable muchos idiomas, sé muy bien que he sido purificado de mis pecados. En otro tiempo, en cambio, no habrían creído sin milagros. De modo que los milagros han sido dados como garantía, no de la fe sino para la incredulidad, a fin de que ésta se abriera a la fe. Pablo mismo asegura: «Los milagros no están destinados a los que creen sino los que no creen». Ya veis: no es para ofendernos sino por consideración hacia nosotros que Dios ha hecho cesar el testimonio de los milagros. Como que quiere poner de relieve nuestra fe y mostrar que no tiene necesidad ni de garantías ni de prodigios, actúa de esta manera.

Mientras que, en los orígenes, sin garantías ni milagros, los hombres no habrían podido creer en las cosas invisibles que Dios ha revelado; en cuanto a mí, ya le concedo —libre como estoy de esta condición— una fe plena y sincera. Esta es la razón por la que hoy ya no se cumplen prodigios.

De la Regla de san Benito, abad (prólogo 1-7)
Escucha hijo, los preceptos de un maestro, e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica, a fin de que por el trabajo de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías apartado por la desidia de la desobediencia. A ti, pues, se dirige ahora mi palabra, seas quien seas que, renunciando a satisfacer tus propios deseos, para militar para el Señor, Cristo, el rey verdadero, tomas las fortísimas y espléndidas armas de la obediencia.

Primero de todo, pídele con oración muy insistente que lleve a cabo cualquier cosa buena que empiezas a hacer, porque quien ya se ha dignado a contarnos en el número de sus hijos jamás se vea obligado a entristecerse por nuestras malas obras: Así, es necesario que estemos siempre a punto para obedecerle con los dones que ha puesto en nosotros, para que, no sólo como un padre indignado no deshereda a sus hijos, sino que, ni como un señor temible, irritado por nuestras maldades, no entregue al pena eterna, como sirvientes malvados, quienes no la hayan querido seguir a la gloria.