27 de abril de 2013

NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,12-14; Salm 86; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,39-47

La escena del evangelio es atractiva y muy entrañable: María, con una experiencia de maternidad recién estrenada, camina a la Montaña de Judá, llega a Ain Karim y saluda a Isabel, en uno de los siete momentos que el evangelio recoge palabras de María; la presencia y el saludo conmueven a Isabel hasta lo más profundo de sus entrañas, hasta hacer saltar a Juan, y le hacen exclamar la bellas palabras de acogida, que nosotros repetimos tantas veces en el Ave María. La escena se completa con la expresión más elocuente y más abundante en palabras de María en el Evangelio: todo el mundo interior de María, donde el Espíritu está tejiendo el Amor del Verbo para manifestarse como Palabra en voz humana, se estremece hasta lo más profundo y entrañable, y se derrama en esta alabanza única en una criatura humana, y única también en la sensibilidad ya acogida del Amor.

Estremecido todo su ser, se sabe inaugurando un tiempo nuevo de libertad y de alegría. Saltando de fiesta ante la grandeza de un Dios que hace cosas grandes y sorprendentes más allá de lo puede nuestra imaginación. María nos enseña a engrandecer a Dios, acoger con gozo su presencia, subir a la montaña desde donde todo se desborda en belleza y en vida, y volver desde él hacia la propia realidad, gozosos y transformados.

La espontaneidad, la gratuidad, la novedad sorprendente de Dios. De su mirada. El mira y la tierra yerma florece; y la fuerza y la grandeza hablan y se expresan a través de la pequeñez. María nos acerca a la lucidez de Dios. Es un canal libre por donde corre el agua sin medida. El agua desbordante que hace nacer la Palabra acogida en el corazón. El agua de la fe, el agua de la alabanza, el agua de la alegría:

«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque ha mirado la humildad de su esclava».

La Palabra de Dios guardada en el corazón y proclamada por el corazón y la boca de santa María, anuncia un tiempo nuevo, donde la historia se leerá desde abajo, desde los últimos y menospreciados de la tierra. Los ciegos, los cojos, los leprosos, los deprimidos, los fracasados, los desheredados, las prostitutas, los tartamudos, los feos, los solitarios, los enfermos, todos se abrían paso en la vida, en la alabanza de María.

Dios es Dios de vida. Y solo los humildes, los que están tan vacíos por dentro como para dejarlo transparentar, pueden disfrutar del frenesí de la danza de Dios.

La realidad es dura, y nos muestra que ese tiempo nuevo no tiene todavía una vigencia completa en este mundo. Queda mucho camino para recorrer. O mucho tiempo, mejor, para prolongar la escena del los Hechos de los Apóstoles; es decir asistir unánimemente a la plegaria común, con nuestros hermanos y con María, la Madre de Jesús.

«El Señor tiene el palacio, tiene su casa en la montaña santa», nos dice el salmista. María todavía no ha abandonado Ain Karim, en los atrios de la Montaña Santa nos espera para la plegaria. Continúa viniendo a nosotros con el Hijo en su seno, para que en el abrazo de la plegaria, se conmueva nuestro espacio interior, nuestras entrañas, y aprendamos a cantar el Magníficat, el Magníficat que todavía ignora nuestra sociedad.

María, continua ofreciéndonos su compañía singular, hoy, en esta solemnidad hermosa de la Montaña Santa de Montserrat, para recordarnos que «Dios nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, que nos ha elegido ya antes de crear el mundo, para ser irreprensibles a sus ojos, consagrados bajo su mirada por el amor».

Pero sin olvidar que todo encuentro con santa María es para nosotros una invitación a llevar a cabo en nuestra vida un nuevo ensayo del canto del MAGNIFICAT. Para no bajar vacíos de la Montaña.