8 de mayo de 2013

MISA EXEQUIAL Y FUNERAL

DEL P. ROBERT SALADRIGUES I ORTÍS
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27.; Rom 14,7-9.10-12; Lc 24,13-35

Nos reúne en torno al Altar el amor de Dios que nos salva, con motivo de la muerte del P. Roberto, después de haber vivido durante 71 años el camino de la vida monástica con nosotros. Nos podemos preguntar ¿en qué consiste este camino monástico? Y encontramos la respuesta en la misma Palabra de Dios que acabamos de escuchar: «Ninguno vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».

Un día aparecemos aquí en la tierra para vivir un tiempo de camino, de peregrinación, un tiempo que pasa rápido, y se esfuma con la rapidez con que se esfuma el humo, para pasar a otra dimensión de la vida, la vida eterna, la vida en Dios. Somos pobres y débiles criaturas, que queramos o no, estamos en las manos de Dios, que nos crea con su inmenso amor, y nos vuelve a recibir con el mismo inmenso amor. «En la vida y en la muerte somos de Dios».

Pero esto es algo que podemos y debemos decir de toda criatura humana, de todo creyente. Entonces deberíamos preguntarnos qué es lo específico de la vida monástica, de la vida del monje. Yo afirmaría que el monje está llamado a mantener la mirada, los ojos, en nada fuera de Dios, invisible y presente; ser un testimonio en este mundo, con su sola existencia de cuál es la dirección hacia donde es preciso mirar. Y mediante el deseo y la plegaria hacer más cercano el reino de Dios, que pedimos para todos los hombres, sobre todo cada vez que rezamos el Padrenuestro.

Pedir, desear, este reino es querer, desear a Dios, y amarle con un amor impaciente. Cuánto más grande es el deseo, más descansa el alma en Dios; la posesión aumenta en la proporción que aumenta el deseo.

El monje aviva este amor, hace grande su deseo mediante la escucha del Maestro; la escucha y la guarda en el corazón de la Palabra de Dios. El monje es aquel que hace con una comunidad, el camino a Emaús. Y en el camino el Resucitado se va incorporando, se va haciendo presencia viva en el corazón de los peregrinos, en el corazón de la comunidad. Se va haciendo «fuego ardiente», «deseo vivo». «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Este es el camino del monje: buscar al Resucitado, dejarse encontrar por él, querer llevarlo como compañero del camino; desear que se quede con nosotros cuando atardece. Y comunicar y compartir esta experiencia con la comunidad, con el mundo, para decir a nuestro mundo la dirección en la cuál es preciso mirar.

Este es nuestro futuro, este es también, en definitiva el futuro de la humanidad, que debe llevarnos a una profunda transformación de nuestra persona, como nos sugiere un santo Padre de la Iglesia: «El Apóstol nos enseña el futuro de la humanidad, gracias a Cristo, el cuál transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su condición gloriosa. Si, pues, esta transfiguración consiste en que el cuerpo se torna espiritual, y este cuerpo es semejante al cuerpo glorioso de Cristo, que resucitó con un cuerpo espiritual, todo ello no significa sino que el cuerpo, que fue sembrado en condición humilde, será transformado en cuerpo glorioso. Él atrae a las alturas a todo el universo, como lo había prometido, al decir: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”». (San Anastasio de Antioquía)

El P.Robert ¿vivió en este camino, estos valores de la vida monástica? El juicio pertenece a Dios que sondea los corazones de todos. Él nos ha acompañado muchos años en el camino de la vida monástica, y nosotros, ahora, en este momento le acompañamos con nuestra oración hasta la casa del Padre, y lo dejamos en las manos amorosas de un Dios que nos ha creado con mucho amor, y nos llama volver a él con inmenso amor.

Porque nosotros lo olvidamos, pero él no lo olvida: «que vivimos y morimos para él, que en la vida y en la muerte somos de él, del Señor», todo amor y misericordia. «¡Ojala estas palabras —como dice Job— se grabaran con cincel de hierro y se escribieran para siempre en la roca de nuestro corazón».