1 de noviembre de 2008

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7, 2-4. 9-14; Salm 23, 1-6; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

Hoy, el Señor Dios todopoderoso y eterno nos otorga celebrar en una fiesta los méritos de todos los santos… Así nos dirigimos a Dios en la oración-colecta para alcanzar mediante todos esos intercesores la misericordia divina, su perdón.

Hoy, nos dice san Bernardo, honramos a todos en común, aunque no con la misma intensidad, pues cada uno encarna la santidad según su personalidad. Unos merecen ser colmados de honor porque fueron verdaderos amigos suyos. Vivieron identificados con su voluntad. Vivían aquella expresión del salmista: para mí lo mejor es estar junto a Dios. Otra forma de santidad es la de aquellos que superaron la persecución. Blanquearon sus vestiduras en la sangre del Cordero. Otra especie de santidad es la que pertenece a aquellos que corren actualmente pero que todavía no han llegado a la meta.

Pero la fuente de toda santidad la tenemos en el evangelio, la fuente de la suprema bienaventuranza se nos ofrece mediante la sabiduría de las Bienaventuranzas. Esta es la sabiduría de Dios. Las bienaventuranzas nos hablan de Dios. Y nosotros hallamos esta felicidad cuando vivimos en nuestro camino bajo el temor de Dios, como dice la Escritura: Dichoso el hombre que se mantiene alerta. Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Una felicidad distinta de aquellos a quienes ya no les asusta el camino de la vida, porque viven y cantan: Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre. Pero, para todos, la fuente de la dicha, la fuente de la vida es Dios. Las bienaventuranzas nos hablan de Dios.

Leer las bienaventuranzas es, en primer lugar leer el corazón de Dios tal como Jesús lo describe al pronunciarlas. No nacen solo de un corazón y de sus entrañas de hombre, sino de un foco más íntimo que Él mismo. De un corazón abrasado de amor, de aquel al que llama Abbà, Padre (o literalmente: ¡Papá!)

Ya mucho antes de Jesús se llamaba a la divinidad «padre», con la idea del origen de la vida, para lo cual nosotros utilizamos el nombre de «madre». Israel habla también de Dios como «padre», pero para atender a la intervención de Dios en la historia de su pueblo. En Jesús «Abbá» no es la madre de la vida, ni el padre que interviene en la historia. Es aquel en quien se puede confiar, del que podemos fiarnos por completo, con el que se puede respirar.

No se trata de padre o madre en el sentido masculino o femenino. Es lo uno y lo otro. No es una madre que retiene afectivamente al niño, sino una madre que lo pone en el mundo enviándolo hacia la vida. No es un padre que le impone su nombre, su imagen, su autoridad, sino un padre que le abre caminos de libertad, con el deseo de que corra su propia aventura. Nuestro Dios, no es un Dios que nos recuerda los deberes y obligaciones… El Dios dibujado por Jesús es Amor, que tiene un único deseo: que los seres humanos hagan su propia vida y sean «amor».

Las bienaventuranzas hablan, sobre todo, de Dios. De un Dios-Amor. Nos revelan que Dios es pobre, es manso, es paz, es compasivo, es justo… No son un programa moral para nuestra vida. Sí, tocan nuestro corazón, nos invitan a cambiar nuestro comportamiento, pero es sobre todo la revelación del corazón de Dios. Un Dios que invita a prender nuestro corazón en el Suyo.

¿Por qué sube el Señor al monte para impartir su enseñanza?

Para poder comunicar los mandamientos del cielo, dejando lo terrenal y buscando lo sublime (Cromacio). Para llevar al pueblo a una vida más alta. (Jerónimo). Para dar a conocer las más sublimes enseñanzas del Padre y del Hijo (Agustín). Para poner ante nuestros ojos que todo aquel que enseña el modo que tiene Dios de hacer justicia debe revestir su enseñanza con las más altas virtudes espirituales (anónimo).

Jesús en el Sermón de la Montaña no habla de Dios, o con Dios, habla a Dios mismo. Quien me ve a mí ve al Padre. Quien me escucha a mí escucha al Padre. Luego a lo largo de su vida entre nosotros, vivirá fielmente todo lo enseñado en la Montaña. Esta enseñanza en la Montaña debe ser todo un signo elocuente para nosotros:

Para avivar al deseo de Dios, para desear elevarnos hasta la altura de esta sabiduría divina, para asumir de manera más vital el misterio de Dios. Y por encima de todo para que, agarrados fuertemente por el amor de este Dios Padre y Madre, corramos la aventura de la vida, por el sendero de la libertad. Una libertad que se alimenta, que crece, llega a la madurez, y se expresa en el amor.