8 de septiembre de 2008

LA NATIVIDAD DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Miq 5, 2-5; Sal 12, 6; Rom 8, 28-30; Mt 1, 1-16. 18-23

En el siglo V existía en Jerusalén un santuario mariano junto a los restos de la piscina Probática. Se encuentran aquí restos de una basílica bizantina y unas criptas excavadas en la roca que según la tradición formaron parte de la que se considera vivienda natal de la Virgen.

En esta venerable Iglesia parece ser que san Juan Damasceno pronuncio su hermoso sermón sobre la Natividad de María. Una valiosa pieza oratoria que nos muestra la elocuencia y devoción mariana del Damasceno. El nacimiento de la Virgen es considerado por lo Santos Padres bizantinos como el comienzo de los misterios de la salvación, y por eso se celebra al iniciarse el año, cuyo primer mes es septiembre. Y acaba este año litúrgico bizantino con la fiesta de la Dormición en agosto.

Juan Damasceno acaba su sermón con este vibrante saludo: ¡Salve, oh Probática, sacratísimo santuario de la Madre de Dios! ¡Salve, oh Probática, casa paterna de la Reina! ¡Salve, oh Probática, en tiempos pasados aprisco de ovejas de Joaquín y ahora Iglesia, que vienes a ser como un cielo, para el rebaño espiritual de Cristo. Tú no recibes ahora un ángel que desempeñe un ministerio (como en la Probática), sino al Ángel del gran consejo (Is 9, 6) que ha descendido silenciosamente como una lluvia de bondad, y que ha restablecido toda la naturaleza enferma… ¡Salve, oh Probática, que tu gracia se acreciente aún más!

El entusiasmo de este Santo Padre es también una invitación para nosotros. Hoy al celebrar la Natividad de Santa María, que nuestra salutación no sea una mera palabra, sino un deseo más vivo de estar cerca de ella. Acompañarla, y que nos acompañe. Que al saludarla nos sintamos acogidos por ella. Que al saludarla nos dejemos mover por el entusiasmo y la devoción como lo hicieron tantos Padres a lo largo de los siglos: san Andrés de Creta, san Bernardo, Amadeo de Lausana, san Juan Crisóstomo ...

Ante María no podemos venir con un saludo frío. No debemos. Ella estuvo siempre abierta al fuego de Dios, al fuego de su Palabra, como también nos señala este Santo Padre, cuando escribe: Tú anhelas alimentarte con las palabras divinas y crecer como olivo fecundo en la casa de Dios, (Sal 52, 10) como árbol plantado junto a las corrientes de agua (Sal 1, 3) del Espíritu, como árbol de vida que en el tiempo preestablecido por Dios ha producido su fruto (Apoc 22, 2), o sea Dios encarnado, vida eterna de todos los seres.

Anhelar, desear vivamente alimentarnos de la Palabra divina. Como ella. Un alimento que después va a producir su fruto para todos los hombres: Cristo, Dios encarnado, vida eterna. Es el mayor homenaje, nuestra mejor devoción para ofrecer a Santa María. María la contemplamos dentro de una larga tradición, a lo largo de la cual la Palabra de Dios va realizando la configuración de su pueblo, con el que hace una Alianza. A lo largo de todos los siglos de esa tradición, como vemos en la genealogía que hemos escuchado en el evangelio, el hombre no siempre es fiel. El pueblo vive y camina con altibajos. Pero Dios se mantiene fiel. Dios continúa llamando. Y esperando. Y simultáneamente ofreciendo su gracia. Bien dice la Escritura: La paciencia de Dios es nuestra salvación. Dios quiere la reconciliación con todos los hombres. Y espera pacientemente a que nuestros caminos y nuestros pensamientos se vayan orientando hacia el Suyo, y de este modo podamos ir viviendo ya desde ahora esa salvación de Dios. Esta paciencia divina tendrá por fin la respuesta más fiel en la humilde sirvienta que será María, la humilde oyente de su Palabra.

Saltad de júbilo, montañas, seres de naturaleza racional que anheláis las cumbres de la contemplación espiritual. Ha surgido esplendoroso el monte del Señor, que supera todos los collados y todos los montes, o sea, que está por encima de los ángeles y de los hombres y del que se ha dignado desprenderse corporalmente, sin intervención de mano de hombre, la piedra angular Cristo, que es una sola persona y que une lo que está separado: la divinidad y la humanidad, los ángeles y los hombres, los gentiles y el Israel según la carne, que se unifican en el Israel según el espíritu.

Este júbilo lo hace posible la aceptación por María del mensaje divino, para hacer posible la reconciliación de los hombres con Dios, así como la reconciliación de los hombres entre sí. Pues no puede haber verdadera reconciliación del hombre con Dios, sino lo hay a la vez entre los hombres.

A los que aman a Dios todo les sirve para el bien, nos enseña Pablo. Lo bueno y lo malo, los problemas y dificultades, obstáculos de toda clase… todo, todo lo sabe aprovechar el amor para el bien. O no sería amor.

Hoy el Verbo de Dios, creador del universo, ha compuesto un libro nuevo, que el Padre ha emitido de su corazón y que ha sido escrito con el cálamo o lengua divina del Espíritu.

Necesitamos leer este libro, meditarlo mucho, guardar su mensaje en el corazón, y dejar que el mismo Espíritu de Dios vaya reescribiendo el misterio divino en nosotros.