2 de noviembre de 2008

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Domingo XXXI del tiempo ordinario

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 25, 6-9; Salm 22; 2Tim 2, 8-13; Jn 11, 32-45

Maragall acaba su Cántico Espiritual con estas palabras: «Que la muerte sea para mí un mayor nacimiento».

La muerte es un nacimiento más grande, para el que necesitaremos unos nuevos ojos y un cuerpo nuevo. Morir es acabar de nacer. Dios no nos crea para vernos morir, sino para llevarnos hacia la vida que es Él mismo. Para reunirnos en torno a esa mesa del banquete que nos tiene preparado, mostrándonos cómo la imagen de Dios es muy diferente de la que se hacen los hombres. Nuestro Dios es un buen anfitrión que nos tiene preparado un gran banquete. Un banquete de manjares suculentos, un festín de vinos de solera. Un banquete donde se aniquilará la muerte para siempre. Aquel dia se dirá: Aquí está nuestro Dios.

¿Lo podemos decir nosotros? ¿lo decimos nosotros? Aquí está nuestro Dios. ¿Es esta nuestra imagen de Dios? ¿Transmitimos en esta vida, nosotros los creyentes, la imagen de este Dios que nos espera con una fiesta preparada? Esta vida es el lugar donde preparamos la fiesta, fabricamos la vida que esperamos. En tal caso morir no es una desgracia, sino que es lo que mejor le puede suceder a una persona responsable de su vida. En esta vida, vivida con sentido profundo, cuanto más vivo, más soy capaz de vivir, y llega un momento que soy tan capaz de vivir, que la vida en el tiempo y en el espacio ya no puede satisfacer y me muero.

Recuerdo una conferencia de un medico oftalmólogo de 108 años, que nos decía que sentía deseos de irse de aquí, de morir, porque habían marchado ya todos aquellos más allegados, amigos y parientes próximos, y esta soledad le llevaba a buscar esa otra dimensión de la vida. Lo que este médico experimenta físicamente, bien, o mejor, lo podemos vivir espiritualmente los creyentes.

En la vida hay cosas que son nuestras, por ejemplo los rasgos personales; en la muerte se dan cita todas ellas. Es decir, que si en la vida hay cosas intransferibles, muy nuestras, la muerte es totalmente nuestra. Cada uno muere su propia muerte. La muerte no se repite nunca; nadie ha muerto ni morirá como yo moriré. Morir es lo más personal que yo haré en toda mi vida. Toda la vida junta no es tan personal como lo será mi muerte. La muerte es la gran propiedad del Hombre, la única propiedad que no estorba su ser, es su grandeza y su dimensión, y es de tal profundidad y calibre el misterio de la muerte que cada uno la vive de una manera única y personal, y es de tal trascendencia que la muerte mía, la muerte que yo he de «vivir» no la ha vivido jamás nadie en toda la humanidad.

Pero es en el amor donde vamos preparando ese nuevo nacimiento. El camino de esta vida, nos permite ir despertando la capacidad para el amor que nos ha dado Dios, viviendo este amor que es ya un morir a sí mismo, de manera que la vida vaya siendo un ensayo para el nacimiento definitivo, o la entrada al banquete de manjares suculentos…

Como la personalidad de cada uno, la muerte se elabora, fermenta y madura en las profundidades del ser de cada uno, en los inmensos silencios de la soledad personal, en la vasta serenidad en cuyo vacío puede oírse sólo la voz de Dios. Ello quiere decir que la muerte acontece en la profundidad e intensidad en que la vida ha sido vivida, es decir, que la muerte es «pequeña» donde la vida ha sido pobre en experiencia espiritual, pero la muerte es grande y estelar donde la vida ha sido vivida en cada instante con responsabilidad y conciencia.

Y esta grandeza de la muerte que guarda relación con la vida es en razón del amor con que hemos vivido la vida de aquí. Amar es aprender a morir. Es morir. Es abrir el camino del nuevo nacimiento. Es abrir las puertas del banquete de nuestro Dios.

Pero además este Dios, nuestro Dios, no el mío o el tuyo, el nuestro, el Dios con nosotros, se ha hecho presencia viva en esta vida para hablarnos el lenguaje del amor, para vivir el amor, y un amor hasta el extremo. Y para ser de este modo un punto de referencia permanente para nuestra existencia, para nuestro vivir provisional de esta vida. Para vivirla en el amor y con el amor.

Por esto hacemos memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Por esto nos dice Pablo cual es la doctrina segura: Morir con Él, para resucitar con Él, perseverar para reinar con Él. Confiar siempre en Él aunque no alcancemos siempre a ser fieles, pues Él permanece fiel. Y no negarle jamás, ya que Él no nos va a negar.

No es fácil vivir esta dimensión de la nueva vida, de la resurrección, que es lo que da hoy sentido a nuestra celebración. Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe no tendría sentido. Pero Cristo ha resucitado y entonces… ¿tenemos esta fe, está seguridad en ese nacer definitivo a la plenitud de la vida?

¿O nos pasa como a Marta? Marta conocía a Jesús, los tres hermanos vivían una amistad profunda con Jesús, pero la mirada de Marta no llegaba más allá del horizonte de aquí abajo, a juzgar por la escena del evangelio que acabamos de escuchar. En cualquier caso haremos bien de recoger una vez más la palabra de Jesús y guardarla en el corazón: ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?