10 de mayo de 2008

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Misa de la Vigilia

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

Queridos hermanos y hermanas,

La secuencia, que cantaremos en la Misa de mañana, con un tono de súplica confiada, expresa nuestro deseo de vida. Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Cuando el mundo ofrece la danza de la confusión, cuando hace falta más imaginación para solucionar los problemas, cuando no acabamos de comprender a nuestra querida Iglesia... necesitamos valor y coraje. Entonces podemos cantar, con humildad, desde nuestra realidad: Ven, padre de los pobres; ven dador de gracias, ven luz de los corazones. La Liturgia de la Iglesia nos introduce de lleno en esta gran solemnidad, donde encontramos conexiones evidentes con los pasajes de Nicodemo y de la Samaritana. «Nacerán ríos de agua viva del interior del que cree en mí», dice Jesús. Esta expresión hace referencia a la fertilidad del agua, alabada por la Biblia. El Agua Viva no sólo apagará la sed de los que se acercan a Dios con fe, sino que les dará una gran fecundidad en méritos espirituales: como una fuente que brota de su interior con buenas obras que siembran el bien. Añade el Evangelio que acabamos de escuchar: «Decía eso refiriéndose al Espíritu que debían recibir los que creerían en Él».

La sed de espiritualidad del hombre contemporáneo nos empuja a precisar conceptos. Actualmente se habla mucho de vibraciones y de energía. El significado bíblico de «rûah» o «pneûma» es el de viento, respiración, aire y aliento; que son signos de vida, alma y espíritu. El don del Espíritu a los discípulos, según la descripción de los Hechos de los Apóstoles, tuvo un elemento visible: unas lenguas de fuego y el viento impetuoso que hizo temblar la casa. El don del Espíritu se hace visible en las personas que reciben su fuerza. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles. El primer diálogo entre Dios y el mundo tiene lugar en la creación. Y la relación con Dios continúa por la acción del Espíritu que nos hace recordar las Palabras de Jesús, y que aviva el sentimiento de que somos hijos de Dios. Por eso, cada Pentecostés es el aniversario de cada cristiano que quiere responder, con su vida, a los dones que ha recibido del Señor. «Ya que el Espíritu nos da la vida, dejémonos guiar por el Espíritu» (Ga 5, 25). Necesitamos, hermanos, la ayuda del Espíritu que mueve el corazón y lo convierte a Dios; que también abre los ojos y el entendimiento para ver qué uso hacemos de los dones que hemos recibido.

Continuamos con la secuencia: Lava lo que está manchado, riega lo que está árido, sana lo que está enfermo. En todo hay un desgaste y las personas tenemos límites: los entusiasmos primeros pueden verse ahogados, el desencanto puede cubrirnos como densos nubarrones que impiden contemplar la claridad del sol; la panorámica social es desconcertante para quien se ha creado un «paraíso artificial» sin pensar en las consecuencias y la insatisfacción subsiguientes. No tenemos que perder la confianza en Dios y la seguridad en nosotros mismos. Es necesario mirar y contemplar al Señor, que no ha dicho su última palabra en la Ascensión, sino que continúa manifestándose en un interminable Pentecostés: «Yo estaré con vosotros día tras día hasta al fin del mundo, enviaré sobre vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido».

Hemos sido convocados y congregados por el Espíritu, y nos acompaña María, la Madre. Ella dijo: «Haced lo que Jesús os diga». Hoy la celebración de la Eucaristía nos invita, de manera más intensa, a escuchar al Señor, para ver qué tenemos que hacer y cómo. Él nos ilumina con una nueva luz para actuar de manera siempre renovada: es como un faro que orienta las naves durante la noche; es también como la luz del día que ilumina, calienta y permite contemplar el gran regalo de la Creación, que Dios ha puesto en nuestras manos y que nosotros debemos amar y respetar. Pentecostés es, pues, la gran fiesta de acción de gracias.
Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.