16 de marzo de 2014

DOMINGO II DE CUARESMA

Institución de lectores y acólitos
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12,1-4; Salm 32; 2Tim 1,8-10; Mt 17,1-9

«¿Cómo yo te podré cantar,
Oh Luminoso, oh tú solo santo?

Porque la boca clara y pura,
y quién, Señor, se te asemeje,
sólo él te podrá cantar…»

«Luminoso», es el título del cual se sirve san Efrén para hablar de Cristo. Y así aparece en el evangelio cuando su Transfiguración.

«Su cuerpo —nos comenta san Jerónimo— se había hecho espiritual, de manera que incluso sus vestidos se transformaron». «En su Transfiguración, Jesús es contemplado como Dios, sin dejar de ser hombre», escribe Orígenes.

Sucede que Dios al encarnarse se reviste de nuestra naturaleza mortal y desde la condición humana irá manifestando la luminosidad de su condición divina, hasta la manifestación del hombre nuevo en la cruz y la plenitud luminosa de su Resurrección.

Pero, en el umbral de esa plenitud de luz que será la luz del Resucitado, Jesús muestra a sus discípulos un avance, mostrando a través de la carne la riqueza de luz y de vida divinas que llevaba dentro. Esplendor inimaginable de luminosidad, rumor de las fuentes profundas de la vida.

«Jesús brillaba como el sol, escribe san Agustín, para indicar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; mostrando que lo que es la luz del sol para la carne, Cristo lo es para los ojos del corazón».

Los discípulos se encontraban bien. O, quizás, habría que afirmar que muy bien, pues ya plantean allá arriba el principio de una urbanización. Olvidaban aquello que muchas veces comentamos: en esta vida estamos de paso. Lo comentamos, pero luego no somos consecuentes en vivir de acuerdo a la sabiduría encerrada en esas palabras.

Esto lo entiende y lo vive a la perfección Abraham. El Señor le dice: «marcha de tu país, de tu clan, de tu familia, hacia el país que te mostraré». Y Abraham se fío y marchó apoyado en la promesa de Dios. No le será fácil vivir en su condición de peregrino. Encontrará unas circunstancias exteriores que le pondrá obstáculos fuertes, pero que nunca le arrebatarán la confianza en Dios. Otras circunstancias, o situaciones, pondrán a prueba su capacidad de escucha y le ayudarán a purificar el corazón. De este modo Abraham es un referente principal para nuestra vida de fe, nuestra vida de peregrinos que pasamos por este mundo hacia la casa del Padre. Todo va pasando. Todos pasamos… ¿Cómo vivimos esta paso?

Jesús no se queda en la seguridad de su casa, de los suyos, del monte,… les invita a bajar y a seguir el camino de Jerusalén, el camino de la cruz, a beber el cáliz hasta la última gota. Jesús tiene muy claro su camino en este mundo: «he venido a este mundo para servir i y dar la vida por todos». Pero Jesús al dar la vida desde la fuerza y la generosidad del amor la vuelve a tomar, «le quita el poder a la muerte y con la Buena Noticia del Evangelio hace resplandecer la luz de la vida y de la inmortalidad».

Este es el misterio del Luminoso, Cristo, nuestro Maestro, que nos sugiere el camino, como decía la antífona de entrada: «buscad mi presencia». Es la invitación que podemos escuchar cada uno en nuestro corazón si estamos habituados a escuchar en profundidad.

Esa presencia viene a ser una realidad si vivimos todos lo que ahora se invita a estos dos hermanos nuestros que reciben el Ministerio de Lector y de Acólito: «meditar asiduamente la Palabra de Dios, comprenderla y anunciarla con fidelidad, para que viva en el corazón de los hombres».

Pero no basta escuchar la Palabra como la oyen los apóstoles en el monte: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».

Es preciso bajar del monte, seguir el camino y ser asiduos «en alimentarnos con el Pan de vida, compartirlo y distribuirlo a los hermanos, y así crecer en la fe y en el amor para edificar la Iglesia».

En una palabra: vivir la eucaristía aquí en torno a la mesa del altar, contemplando el amor que se entrega, y proyectar luego esta eucaristía, este amor, en la vida concreta de cada día, viviendo ese mismo amor que se entrega, con la alegría en el corazón de Cristo, el Luminoso.