19 de marzo de 2017

DOMINGO III DE CUARESMA (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre
Ex 17,3-7; Sal 94; Rom 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42

Juan Pablo I en una catequesis, durante su corto pontificado dio esta enseñanza: «Me encontraba en el estado de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: fuera, levántate. Yo, a mi vez, decía: Sí, pero más tarde, todavía un poquito. Finalmente, el Señor me dio un empujón, me echo fuera. Así, pues, no hay que decir: Sí, pero…, sí, pero más tarde. No, hay que decir ¡Señor, sí! ¡Ahora mismo! Esto es la fe. Responder generosamente al Señor. Pero ¿quién dice este sí? Quien es humilde y se fía plenamente de Dios».

Ese sí, pero… es frecuente en nuestra vida de fe. Sucede que abunda en nuestras vidas la cardio-esclerosis, la dureza del corazón, para recibir el mensaje de Jesús, y en consecuencia para la escucha y la respuesta. Y esto nos lleva al peligro de la rutina, el estancamiento espiritual, la tibieza, el desamor. Y esto ya viene de lejos como lo certifica el salmista:

«Ojala escuchéis hoy su voz,
no endurezcáis el corazón».

Este es un salmo que comienza con una procesión festiva, un himno alegre, comunitario: «venid, celebremos al Señor con gritos de fiesta, aclamemos a la roca que nos salva, él es nuestro Dios, somos su pueblo». Pero, de repente se alza la voz de Dios con una grave amonestación: «Si hoy escucháis su voz no endurezcáis el corazón». Dios aparece como un aguafiestas. Como si un hijo disoluto y derrochador viniera a festejar a su padre con efusivas muestras de cariño y el padre en vez de recibirlas y agradecerlas le soltase una severa reprimenda… Esta es la impresión que produce el salmo.

Pero esta llamada de atención nos puede hacer bien, cuando hemos escuchado en la primera lectura, como el pueblo de Israel endurecía su corazón y murmuraba contra Moisés y Dios, a pesar de haber visto los prodigios para salir de la esclavitud de Egipto.

Parece que gozamos de poner a prueba la paciencia de Dios. Ponerlo a prueba. Esto también es de hoy: Dios, ¿existe o no?, ¿está con nosotros o no? ¿cómo permite tanta desgracia i violencia?...

Esto viene a ser consecuencia de la superficialidad de nuestra vida religiosa. No llegamos a vivir un encuentro en profundidad con el Señor. Nos saciamos, como la Samaritana, del agua del pozo, de los placeres del siglo, y tenemos necesidad de volver repetidamente por agua al pozo.

«Esta mujer —dice san Agustín— es figura de la Iglesia», en ella nos podemos reconocer cada uno de nosotros. Aquí, en este relato, encontramos una preciosa enseñanza, una brillante catequesis, para nuestra vida creyente: «Dame de beber», pide Jesús. Esta invitación nos llega hoy a nosotros a través de muchas voces de hermanos nuestros, marginados en la sociedad…, incluso en nuestras mismas familias y comunidades… «¿Y que tengo yo que ver contigo?», respondemos. Cuántas veces decimos con la palabra o el silencio: «¿Y que tengo yo que ver contigo?» Y Jesús, aunque no le escuchamos, responde: «Su supieras que quiere darte Dios, y quien es el que te pide agua, tú se la darías y él daría agua viva».

Agua viva es la que se coge del manantial mismo. Jesús empieza a sugerirle, otro nivel más profundo: es el nivel del Espíritu Santo. «Todo el que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré ya no tendrá sed, pues el agua que yo le daré se convertirá en una fuente de agua viva que manará siempre dentro de él para darle vida eterna».

La Palabra de Jesús promete no solo saciar sino poner dentro de nosotros el manantial, un manantial de vida permanente, eterna. En tu mismo corazón.
La necesitamos. Por eso la samaritana le dice: «Dame de esa agua».

Y Jesús la va llevando a su interior: «Llama a tu marido. No tengo. Tienes razón, porque tuviste cinco y el que ahora tienes no es tu marido». San Agustín nos enseña como estos cinco maridos son los cinco sentidos que utilizamos desde que nacemos, para vivir según la carne. Para vivir solamente una religiosidad exterior. Puro folklore.

Jesús nos invita a vivir desde dentro, según el Espíritu que nos viene de él: vivir según el Espíritu, que es la energía divina que unifica toda nuestra persona, toda nuestra vida. Es decir que necesitamos que la Palabra de Dios no se quede en el exterior, en los sentidos externos, sino que penetre dentro para impedir que se nos endurezca el corazón sino que pueda gozar siempre del rumor de las fuentes de la vida.

«Guarda tu corazón, porque de le brota la vida» (Pr 4,23).